sábado, 11 de enero de 2020

Artistas apócrifas espiritas



En la época de Josefa Tolrà (Cabrils, 1880-1959), no educaban a las niñas, les inoculaban lo necesario (las destrezas y las chinchetas en la mente) para ocupar durante el resto de su vida las estancias del silencio y del sufrimiento. En casa y en la escuela, enseñaban, por ejemplo, a coser. En el caso de Tolrá, nadie adivinó que, con cada punzada de aguja e hilo, en realidad, estaban transmitiéndole un idioma.
Tampoco ella lo sospechó. El tiempo tuvo que desguazarle la vida varias veces para que se desencadenara la suma de sucesos que, hoy, en 2019, lleva su legado a ser uno de los protagonistas de Alma. Mediums y visionarias, la insólita exposición de Es Baluard Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Palma (que permanecerá abierta hasta el 2 de junio).
El tiempo desguazó la vida de Tolrà. Primero, con la muerte de su hijo de 14 años tras una enfermedad eterna; y después, durante la Guerra Civil, cuando su otro niño pereció en un campo de concentración. Contó su sobrina María Tolrà en una entrevista que a Josefa le entró miedo, que no quería que la dejasen sola, que no encontraba la forma de salir de casa.
Le aconsejaron visitar a una médium. Hizo caso, acudió, y aquella le recetó que pintara. Un día empezó a trazar líneas, unas sobre otras, parecían una locura, pero tenían una estructura, un sentido. Agarraba un papel cualquiera y un bolígrafo. Solo ahí se sentía bien. No es que olvidara su tragedia, más bien la traducía, se congraciaba con ella. Pintar era crear formas, no importaba el soporte. Entonces se dio cuenta, tomó una aguja y un hilo, y descubrió que tenía dentro un lenguaje dormido.

mujeres espiritistas
Fotografía de Josefa Tolrà mostrando un mantón con bordado fluídico, 1956. © Fotografía: Archivo familiar, cortesía de la Associació Josefa Tolrà, 2019

Se convirtió en creadora y médium espiritista, y ninguna de esas facetas se las atribuyó a sí misma. Cuenta su sobrina que cuando la visitaban gentes frágiles, necesitadas de consuelo, y le daban las gracias, ella respondía: «A mí no, a ellos», y señalaba al cielo, que es donde se ubican los mundos que no nos pertenecen. Tampoco le pertenecía su arte. Un día, cuenta su sobrina, le dijo a su hija que no se le ocurriera nunca cobrar ni cinco céntimos por sus dibujos.
Su caso no es único, y Es Baluard reúne una muestra de creadoras como ella: Madge Gill, Julia Aguilar, Nina Karasek, Clara Schuff, Hélène Reimann, Aloïse Corbaz, Agatha Wojciechowsky, Margarethe Held, Käthe Fischer, Anna Zemánková, Cecilie Marková o Emma Kunz. El proyecto se enmarca dentro de una línea de investigación hoy en vigencia a nivel europeo.
La comisaria es Pilar Bonet, historiadora del arte. Comenzó a explorar en esta veta de artistas olvidadas hace más de diez años. La fascinación por Tolrà la guió hacia otros nombres. «Son todas europeas, nacidas antes del final de la Primera Guerra Mundial, vivieron la guerra y la entreguerra, un periodo de dolor, muertes, cambios territoriales», apunta Bonet.

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Josefa Tolrà, La gran teósofa, 1953. Colección del Museo Nacional del Prado, Madrid. Fotografia: Associació Josefa Tolrà © de la obra, Associació Josefa Tolrà, 2019

Eran las mujeres. Ellas, en la retaguardia del hogar, sufrían con más fuerza la densidad de las pérdidas: «Entonces, consiguen traspasar una línea fronteriza entre el mundo material y espiritual», expresa. Ahí empieza el relato de la exposición. «Las mujeres son las que desean conectar con los hijos que han fallecido, lo necesitan».
Muchas de las protagonistas de la muestra entran, por la puerta del desasosiego, en el espiritismo de finales del siglo XIX y principios del XX. Eso, junto a su sexo, sus raíces humildes y sus enfoques artísticos forjados por instinto –al margen de lo académico–, provocó que no recibieran el reconocimiento que merecían.
«El espiritismo, además, estaba conectado al socialismo utópico y al anarquismo. A ninguno de esos movimientos se les ha concedido un lugar prioritario porque estaban vinculados a clases obreras y a revuletas y revoluciones contra el propio sistema», desliza Bonet. El espiritismo era, según esto, una forma de religiosidad insumisa, alejada de las imposiciones de las instituciones eclesiásticas.

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Madge Gill, Sin título (1954). Colección LAM-Lille Métropole Musée d’art modern, d’art contemporain et d’art brut, Villeneuve d’Ascq. Donación de L’Aracine, 1999. © Fotografía: Alain Lauras

Artistas apócrifas

Quizás este suero del espiritismo y de la conexión con el más allá les dio la legitimidad que necesitaban (ellas, mujeres, golpeadas, la mayoría pobres) para atreverse a dar una solución plástica, material, a las borrascas acumuladas durante su pasado. Sin embargo, no disponían de referencias ni de técnicas.
«No conocían iconografías ni géneros artísticos. Entonces aparecen en sus obras escenarios e imaginarios extraños. Eran médiums, escribían de manera automática o dibujaban lo que visualizaban», detalla Bonet.
No eran representaciones de ciénagas espectrales y aterradoras, más bien, al contrario: «Son dibujos extraños y maravillosos. La potencia de las miradas es enorme. Son personajes etéreos, ingrávidos; escenarios llenos de trazos, círculos, espirales que representan la energía. Crearon cartografías de planetas, arquitecturas planetarias», resume.
Los formatos son pequeños. No pensaban en exponer o vender. Tomaban cualquier papel que hubiera a su alcance y cualquier herramienta. Así es como, de pronto, Josefa Tolrà descubrió que tenía un idioma entre las manos y se puso a coser mundos. Una técnica que servía como herramienta para el confinamiento femenino se convirtió en un arma expresiva.

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Anna Zemánková, Sin título, década de 1970. Colección Karin & Gerhard Dammann. Fotografia: Cortesía Colección Dammann

«Sabían tejer, bordar, hacer ganchillo, y lo utilizaron. En sus telas aparecen animales simbólicos y floraciones extrañas que no eran tradicionales en los bordados».
La checa Anna Zemánková inventaba flores «que no existen en ningún lugar». Por ejemplo: una planta que se disgrega en seis apéndices como ojos, como criaturas del caldo primigenio, criaturas unicelulares enlazándose para construir algo más grande. Ese cuadro ofrece una ironía: mirado de lejos parece, además, una máscara de carnaval. «No pensaban en flores botánicas, sino en la flor alegórica de la vida», analiza la comisaria.
Han pesado décadas de olvido sobre estas mujeres. Pero algunas de ellas lo habrían considerado justo y oportuno. Cuenta Bonet que la suiza Emma Kunz, fallecida en 1963, avisó: «Mis obras son para el siglo XXI».