miércoles, 26 de diciembre de 2012

ANTE LA MUERTE DE UN SER QUERIDO
















REENCARNACIÓN

REENCARNACIÓN

EL TESTIMONIO DE LOS NIÑOS







DEVOLVER BIEN POR MAL ( CUENTOS PARA NIÑOS)






DEVOLVER BIEN POR MAL



Caminando apresurado rumbo a la escuela, Orlando encontró a un grupo de compañeros con quien estaba teniendo problemas. Sin motivo, desde algún tiempo, Pedro sintió antipatía por él y pasó a tratarlo mal en cualquier lugar donde estuviese.

Por eso, viendo que el grupo se aproximaba, Orlando quedó preocupado.

Y no se equivocaba. Pasando por él, Pedro tiró la mochila de Orlando al suelo, en una actitud provocadora, y después se apartó dando una carcajada.

Orlando, sin embargo, no reaccionó. Con tranquilidad, se agachó, cogió la mochila, y continuó su trayecto como si nada hubiese ocurrido.

En la escuela, en cuanto a la profesora escribía en la pizarra, Pedro se levantó de su sitio y tiró todo el material de Orlando al suelo.

Oyendo el ruido, la profesora se volvió. Pedro, ya en su lugar, reía disfrazadamente, acompañado por los demás alumnos.

¿Qué pasó, Orlando?, preguntó ella al ver los cuadernos y libros esparcidos en el suelo.

Recogiendo el material, el niño se disculpo:

No fue nada, profesora. Lo tiré sin querer.

Y eso se repetía todos los días. Pedro encontraba siempre nuevas maneras de agredir al compañero: en el juego de fútbol, en la escuela o en la calle.

Orlando nunca reaccionaba, lo que dejaba a Pedro cada vez más irritado.

Cierto día, Orlando estaba paseando con la bicicleta cuando vio a Pedro y su grupo que venían en sentido contrario. Intentó esquivarlos, pero no tuvo forma. Ellos lo acorralaron contra un muro.

Orlando descendió de la bicicleta, en cuanto los chicos lo rodeaban. Pedro se aproximó con aire amenazador.

¡Es ahora que yo te reviento la cara, so niñato!

Y diciendo así, levantó los puños cerrados, listos para maltratar al otro. Orlando continuó mirándolo sin decir nada

¡Vamos, so cobarde! ¡Lucha!

Pero Orlando continuó callado, aunque las lágrimas surgiesen en sus ojos.

El grupo reía, incentivando a Pedro que, cansado de esperar, saltó sobre el niño.

En eso, un hombre que pasaba vio lo que estaba ocurriendo y corrió para socorrer a Orlando. La banda, asustada, salió corriendo, pero aun a tiempo de oír al hombre preguntar:

¿Sabes quienes son aquellos chicos? ¿Quieres que los siga?

Enjugando las lágrimas, el pequeño Orlando respondió:

No. No fue nada. Ellos no lo hicieron por mal. Déjelos irse, señor.

A pesar de estar admirado, el hombre respetó la voluntad de Orlando. Y, después de asegurarse de que él estaba bien, se apartó, aconsejándolo a tener cuidado porque el grupo podría volver.

En la tarde del día siguiente, Orlando salía para hacer un recado y vio a Pedro que venía en bicicleta descendiendo por la calle. Ciertamente estuvo haciendo compras para su madre, porque traía una bolsa llena en la canastilla.

De pronto, intentando arreglar mejor la bolsa, Pedro no vio un boquete en el asfalto. La bicicleta se desequilibro y él fue tirado sobre los adoquines, golpeándose la cabeza en el bordillo de la calzada. Un hilo de sangre corría por su cabeza. Sintiendo mucho dolor, Pedro gemía.

Orlando se aproximó, atento:

¿Estás bien? ¿Quieres ir para un hospital? Estás herido y necesitas de cuidados.

Sorprendido al ver quien lo estaba socorriendo, Pedro respondió aturdido:

No fue nada. Fue sólo un susto.

¡Gracias a Dios! ¿Quieres que te ayude a llegar a casa? – preguntó Orlando, recogiendo los tomates y zanahorias que estaban esparcidos por el suelo.

Pedro estaba perplejo. No entendía porque Orlando se mostraba tan bondadoso con él. Pensativo, se quedó mirando para el chico a su frente. Al final, no se contuvo:

Orlando, tú tienes muchos motivos para detestarme. Te trato mal y no pierdo oportunidad de desafiarte, humillar y hacerte de menos delante de los compañeros. ¡¿Por qué me estás ayudando?!...

Porque aprendí que no se debe devolver el mal con el mal, respondió el muchacho con simplicidad.

Espantado con la respuesta del compañero, Pedro habló:

Ahora entiendo porque nunca aceptaste una provocación. ¿Pero con quién aprendiste esas cosas?

Con Jesús. La profesora del aula de Moral Cristiana, del Centro Espírita que frecuento, habló sobre ese asunto el otro día. Jesús enseñó que debemos retribuir el mal con el bien. Que si alguien nos golpea en una mejilla, debemos presentar la otra. Y, más que eso, que debemos amar, no sólo a nuestros amigos, sino también a los enemigos. Es eso.

Callado, Pedro oyó las explicaciones de Orlando. En verdad, en aquel momento se dio cuenta de que nunca había hablado con él, y no sabía como era, ni lo que pensaba. Ahora, oyéndolo, percibió que Orlando era diferente de los otros compañeros, más consciente y responsable, a pesar de la poca edad.

Pedro sintió, en aquel instante, que el rencor y la animosidad habían desaparecido de su corazón.

¡Gracias!, dijo simplemente, apartándose.

El domingo, al llegar al Centro, Orlando tuvo una grata sorpresa.

Allí estaba Pedro, todo sonriente, aunque un poco tímido, para participar también del aula de evangelización.

FIN.




Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
Autora: Célia Xavier Camargo.

EJEMPLO DE HUMILDAD( CUENTO PARA NIÑOS)


EJEMPLO DE HUMILDAD



Hace mucho, mucho tiempo atrás, en un humilde y pequeño establo, algunos animales hablaban, cambiando ideas sobre sus vidas.

Y el buey, muy manso decía con su voz grave y paciente:

Todo lo que hacemos es trabajar de sol a sol. Empujo el arado revolviendo la tierra para la siembra, y conduzco la carroza con tranquilidad y alegría ejecutando mi trabajo sin protestar. El señor puede contar conmigo, que estoy siempre firme en el servicio, pero jamás recibí una sola palabra de ánimo.


El caballo, que rumiaba en un rincón, estaba de acuerdo balanceando la cabeza:

También he dado lo mejor de mí, llevando al señor para todas partes, caminando grandes distancias bajo el sol abrasador, la lluvia fría o el frío inclemente. Pero he recibido apenas el latigazo en el lomo como pago por mis servicios.


El borrico levantó la cabeza, triste y suspiró:

He cargado cargas muy pesadas y nunca las derramé, ni me negué a cumplir mis tareas, aun nunca recibí una ración extra en agradecimiento por mis esfuerzos.

La vaca, que amamantaba a su becerrito recién nacido, irguió los ojos grandes y húmedos y comentó:

También yo he sentido en la piel la ingratitud del hombre. No contento en retirarme la leche con que alimentar a sus hijos, no es raro que desagregue a nuestra familia, matándonos por placer para alimentarse de nuestras carnes, utilizando la piel para la confección de calzados y ropas. 


La ovejita que todo oía en silencio, y que de mirada soñadora observaba a través de la puerta el cielo de un azul profundo y limpio, cubierto de estrellas, suspiró y dijo con su voz tierna:

Estoy de acuerdo que todos tenéis una parcela de razón. Tampoco yo no estoy libre de malos tratos, aunque colabore siempre con mi lana para que el hombre confeccione abrigos con que protegerse del frió. ¿Pero sabéis lo que oí decir el otro día? Que es esperado un Mesías con toda ansiedad. Dicen que él vendrá del cielo para amar a los hombres en la Tierra, y para conducirlos al regazo de Nuestro Padre.
Y los animales, atentos y curiosos, sintiendo una esperanza nueva, le pedían a una sola voz:

¿Y qué más dicen de ese Mesías enviado por Dios? Cuéntanos... cuéntanos...

Y la ovejita, orgullosa de sus informaciones, proseguía:

Dicen también que él dará a cada uno según sus propias obras. Por eso, tengamos confianza en Dios que nunca nos desampara.

Mas reconfortados y confiados, los animales en aquella noche soñaron con el Mesías, que cada uno imaginaba conforme sus gustos y necesidades, y que sería el Salvador del Mundo.

Al día siguiente vieron que se aproximaba, viniendo por el camino, un hombre que conducía un borrico, cargando a una joven de bello y dulce semblante.


Como no habían conseguido alojamiento para pasar la noche, se contentaron con aquel humilde establo.

Parecían exhaustos del largo viaje y la joven esperaba a un hijo pronto.

Con espanto, los animales vieron al hombre amontonar la paja, improvisando una cama para la joven.

Algunas horas después nacía un lindo bebé, bajo la vista cariñosa y atenta de los animales.

En el cielo una gran estrella surgía, prenunciando un acontecimiento nada común y, rodeando el pesebre, transformado en una improvisada cuna para el recién nacido, los animales se sintieron compensados por todo el sufrimiento de sus vidas, conscientes de la gran importancia de aquel acontecimiento.


Y, en la paz y quietud del ambiente sencillo, reconocieron en aquella criatura al Mesías, el Cristo de Dios, que nació en la Tierra para enseñar el Amor, pero que prefería como testimonios mudos de su nacimiento, no a los hombres, si no a los humildes, laboriosos y dulces animales de la creación.




Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - 
Autora: Célia Xavier Camargo.

APRENDIENDO A SERVIR



Espiritismo para niños
Autora: Célia Xavier Camargo
  
Aprendiendo a servir

Elizabete, de nueve años, llegó de la escuela con hambre, cansada y un poco tediosa. La mañana había sido llena de actividades y ella quería descansar. No bastara eso, aún tenía deberes para hacer.    
Mal humorada, protestó:
— ¡Estoy exhausta, mamá!
— ¡Almuerza y después descansas un poco! — sugirió Rute, la madre, envolviéndola en un abrazo cariñoso.
Después de la comida, como hábito, Bruno, el padre, se acomodó en el sofá para ver el informativo por la televisión, y Bete, olvidada del cansancio, se sentó al lado de él.
No es que a ella le interesaran las noticias, sólo era para hacer compañía al padre. Sólo conseguía verlo a la hora del almuerzo y después del servicio, pues cuando él salía de mañana ella aún estaba durmiendo.
De repente, una noticia la dejó impresionada: toda una región hubo quedado inundada en virtud de fuertes temporales, que causaron aún el desbordamiento de un río. Centenares de casas fueron destruidas y las familias perdieron todo.   
La niña miraba y veía las imágenes de familias enteras que nada más poseían y tendrían que ir para un refugio comunitario, y su corazón se llenó de piedad por la triste condición de aquellas personas, pensando: ¿Y se fuéramos nosotros que hubiéramos perdido todo?...       
También atraída por la noticia, Rute quedó viendo las imágenes y se emocionó con los testimonios, llena de compasión. 
Bete, que por primera vez se enteraba de una situación tan trágica, deseando hacer alguna cosa, propuso:
— ¡Mamá! ¿Podemos mandar algo para esas personas? ¡Ellas quedaron sin nada! ¡A mi me gustaría ayudar!   
La madre, respondió con ternura:
— ¡Claro, hija mía! Podemos ayudar, sí.
Y, delante del interés de la hija por auxiliar a otras personas, Rute aprovechó la oportunidad e invitó:
— Bete, si tú tienes tanto deseo de ayudar al prójimo, ¿qué piensas en ir conmigo a la favela?
— ¿Dónde queda eso, mamá? ¿Aquí también hay gente que necesita de ayuda? 
— Hay sí, hija mía. Favela es sólo el nombre que las personas dan a barrios muy pobres y que necesitan de ayuda. Sólo que, como sus necesidades no son divulgadas, gran parte de las personas no están sabiendo.
— ¡Ah!... ¡Yo quiero conocer ese lugar, mamá! — dijo la niña interesada.
El día marcado, Bete y la madre colocaron en el coche géneros alimenticios, ropas, calzados, medicamentos, caja de primeros socorros y un montón de otras cosas. Después de llenar el coche, partieron. 
Bete estaba toda animada. Aproximándose al lugar, la niña fue quedando espantada. Sólo existían barracas hechas de restos de madera y cubiertas con plástico.   
Allá llegando, Rute dejó el coche y, parando delante de una de las barracas, tocó las palmas. La mujer que abrió la puerta quedó con los ojos brillando al ver a Rute.
— ¡Fue Dios quién la mandó, doña Rute! Estamos sin nada aquí en casa, y mi marido se hirió ayer cuando volvía del trabajo. ¡Aún no pude hacer nada! 
Con familiaridad, la recién llegada la calmó: 
— No se preocupe, Josefa. Trajimos alimentos — dijo, mostrando la caja de mantenimientos que había cogido del coche. — Déjeme ver a su marido.     
La mujer la llevó hasta el cuarto, donde un hombre gemía de dolor. Pidiendo permiso, Rute examinó la herida y dijo: 
— Creo que no es grave, pero realmente él debe estar sintiendo mucho dolor.
Fue hasta el coche a buscar la caja de primeros auxilios, mientras Bete hablaba con el matrimonio.
Volviendo, Rute hizo una cura en el hombre, después pidiendo un vaso con agua, le dio un analgésico para calmar el dolor. Él quedo aliviado y muy agradecido. 
— ¡Sólo la señora así, doña Rute, para ayudar a la gente! ¡Dios se lo pague!
De aquella casa, ellas pasaron a otra, y otra más, y otra más…
En todas, Bete vio la misma gratitud y el mismo cariño por su madre, lo que la dejó feliz y admirada.    
Cuando terminaron las visitas, cansada, pero satisfecha, Rute dijo a la hija: 
  ¡Gracias a Dios terminamos por hoy! Gracias hijita, por tu ayuda.
La niña miró para la madre y habló:
— Mamá, yo también quiero ayudar a esas personas, como tú haces. ¡Quiero distribuir alimentos, ropas, hacer curas!... 
Y la madre explicó a ella que, para hacer la caridad, tenemos que dar algo que sea realmente nuestro, y ejemplificó:
— Bete, si tú das alimentos, en el fondo, seré yo la que haré el bien. Tú puedes donar de tus cosas: ropas, calzados, juguetes y libros que no te sean más útiles. En cuanto a la cura, primero tú tendrás que aprender a hacerlo. De momento, es aún un poco pronto.   
La niña sonrió, y la madre acarició sus cabellos, sugiriendo:
— Además de eso, hija mía, tú puedes ayudar de otra forma. ¡Dona amor! Conversa con las personas, juega con los niños, da atención a ellos. Y lo que hagas, hazlo con mucho amor. Porque lo importante no es lo que la gente da, sino cómo hacemos eso. ¿Entendiste?
— ¡Sí, mamá!
— Si tú quieres, puedes aprender a hacer tricote o croché, y hacer ropitas para calentarlas en el invierno. Con el tiempo, podrás aprender muchas cosas y enseñar a ellas, hasta a leer y a escribir. ¿Sabe que gran parte de esas personas no están alfabetizadas? ¿Qué piensas?   
  ¡Me gusta, mamá!
— ¡Muy bien! ¡Ahora vamos para casa!
Aquella tarde había sido bastante productiva y ellas estaban satisfechas. 
La pequeña Bete traía el corazón y la cabecita llena de nuevas ideas que pretendía poner en ejecución. 
Entendió que para hacer el bien no  es necesario ir a buscar lejos. Basta mirar alrededor suyo. ¡A veces, las oportunidades están mucho más cerca de lo que se imagina!

APRENDIENDO A LUCHAR CON LOS PROBLEMAS ( CUENTO PARA NIÑOS)





Espiritismo para niños
Autora: Célia Xavier Camargo

Aprendiendo a luchar con los problemas

Roberto era un niño que estaba siempre con dificultades en la escuela. A la hora de hacer los deberes en casa, era sólo protesta. Quedaba enfadado, lloraba, golpeaba el pie, rompía la punta del lápiz... y no hacía nada. 
 Un día, en que el niño estaba encontrando más dificultades que de costumbre, la madre se aproximó a Roberto, que lloraba haciendo el mayor drama. Llena de paciencia, ella le preguntó  qué estaba pasando.
El niño aprovechó para llorar aún más, protestando:
— ¡Yo no aguanto más, mamá! ¡Todo el día es la misma cosa! ¡Las tareas son muy difíciles y no consigo hacer! ¡No consigo aprender!... — y se descargaba en lágrimas.
Un día, en que el niño estaba encontrando dificultades
La madre, que conocía bien al hijo, se sentó cerca de él y explicó:
— Roberto, tu consigues aprender sí. ¡Todos los niños tienen dificultades! Lo que falta en ti es un poco más de voluntad y paciencia para resolver tus problemas.
— ¡Pero yo no lo consigo, mamá! — insistía él.
La señora pensó un poco, lo cogió en el pecho, y preguntó con voz mansa:
— Hijo mío, tu ya estás en el segundo grado. ¿Cómo crees que llegaste hasta aquí?
— ¡Porque yo pasé de año! — respondió él, más tranquilo.
— ¡Porque tu aprendiste, Roberto! ¿Te acuerdas de cuanta dificultad encontraste para conseguir leer y escribir?
El niño sonrió más animado al recordar el pasado:
— ¡Pero ahora yo sé! ¡Y también sé hacer cuentas!
La madre sonrió y prosiguió:
— ¡Y hay mucho más que tú ya aprendiste! ¿Tú no sabías coger el cordón del tenis, no es?
— ¡Es verdad, mamá, pero ahora yo sé! Sé también andar con la bicicleta, con patines, jugar al fútbol, nadar... — él recordó, admirado.
La madre concordó con él, y fue a buscar un libro en la estantería. Abriendo en una determinada página, mostró al hijo una interesante imagen que presentaba la evolución humana a través del tiempo, completando la explicación al afirmar que siempre estamos progresando.
— ¡Hijo mío, todo progresa! Ves esta imagen. Representa la escala de la evolución humana.  
¿Son bien diferentes de nosotros, no? ¡Pero nosotros ya fuimos como esos seres primitivos!
— ¡¿Quieres decir que yo ya fui parecido a un mono?!... — dijo el niño mirando la figura, espantado. 
— ¡Sí, todos nosotros! Porque nosotros somos Espíritus, seres inteligentes creados por Dios para la evolución. Por eso, renacemos muchas veces, evolucionando siempre. La humanidad terrena progresó bastante materialmente a través de descubrimientos científicos, tecnológicas, mejorando las condiciones de vida de la población, por ejemplo. ¿Entendiste?
— ¡Ah!... Más o menos. ¿Como es así, mamá?
— Bien. Cuando tú construiste una casa para tu perrito con tablas de una caja de manzanas, estabas inventando, creando algo útil para alguien, ¿no es?
 — ¡Es verdad, mamá!
— Porque tu, Roberto, tuviste que medir las tablas, hacer cuentas, colocar los clavos etc. ¡El papá ayudó, pero tu construiste la casa!
El chico tenía los ojos abiertos de espanto al constatar su proeza. Y la madre prosiguió:
 — Sin embargo, no es sólo eso. También tenemos que progresar moralmente, Roberto. El Espíritu hace eso a través de los conocimientos que adquiere, mejorando sus sentimientos, su manera de actuar. De ese modo, progresan las personas, las ciudades, los países, los planetas. La Tierra, nuestra casa planetaria, ya progresó bastante y está en una época de transformación para ser un mundo mejor.
— Entendí, mamá. ¡Quieres decir que, cuando yo trato bien a las personas, no peleo en la escuela, divido mi merienda con alguien que está con hambre, estoy actuando bien, haciendo mi “tarea”!... ¿Cual es el libro que trae esas lecciones tan importantes?
Con una sonrisa, la madre completó:
— Ese libro es el Evangelio de Jesús, donde aprendemos la ley del amor: como amar al prójimo, no guardar rencor, aprender a perdonar y ayudar a quién esté sufriendo o en dificultad. ¿Entendiste?
— Sí, mamá. No voy a protestar más para hacer los deberes de la escuela porque sé que luego yo aprendo. ¡Y, cuando no sepa, voy a preguntar a la profesora! 
Roberto miró para el cuaderno. Ahora con otra disposición, cogió el lápiz, intentando entender las preguntas. Descubrió que, con un poco de buena voluntad, no era difícil entender las preguntas. Concentrado, bajó la cabeza y se puso a responderlas.
Al verlo atento a la tarea, la madrecita salió sin que él lo notara. Una hora después, el niño apareció en la cocina levantando el cuaderno en la mano como si fuera un trofeo. Había en su rostro una expresión diferente de contentamiento, una sensación buena de capacidad por haber conseguido hacer todo solo:
— ¡Mamá, yo lo conseguí!... ¡Hice todo bien!...
Llena de alegría, la madre envolvió al hijo en sus brazos, agradecida a Dios por ese momento.  
 — ¡Muy bien, hijo mío! ¡Si cada uno hace su parte, con certeza nuestro planeta será un lugar mejor para vivir!
Roberto creció, sin embargo a lo largo de su vida nunca más encontró dificultades para resolver sus problemas, porque había aprendido que, con buena voluntad y determinación, nada le sería imposible. Y todo lo que aprendía era conquista que quedaría no sólo para esta vida, sino para siempre, porque jamás sería olvidada.


CADA UNO DA LO QUE TIENE(CUENTO PARA NIÑOS)




Espiritismo para niños
Autora: Célia Xavier Camargo

Cada uno da lo que tiene


Daniela, niña de 8 años, deseaba mucho poder ayudar a las personas.
Había aprendido que todos los seres humanos son hermanos, hijos del mismo padre, que es Dios, y por eso, tenía ganas de esparcir cosas buenas por donde fuera. 
Cierto día, ella encontró a Celeste, una vecina con quien jugaba siempre. Eran amigas y extrañó ver a la niña triste y con los ojos húmedos.
— ¿Por qué estás llorando, Celeste? — indagó preocupada. 
Y la amiga, enjugando los ojos, explicó:
— Mi padre perdió el empleo, y mi madre está afligida, Daniela. No sé lo que va a ser de nosotros. Todo está difícil allá en casa. ¡No tenemos nada, ni que comer! 
Daniela oyó y también se quedó triste, pero reaccionó:
— Celeste, no te preocupes. Jesús va a ayudaros a vosotros.
— Yo sé, Daniela. ¡Pero para ayudarnos, Jesús necesita de las personas! 
Daniela oyó aquellas palabras y quedó callada, pensando qué hacer. De repente, una idea brillante invadió su cabecita. Ella decidió qué hacer.
— Celeste, no te preocupes. Jesús os va ayudar a vosotros.
— Yo sé, Daniela. ¡Pero para ayudarnos, Jesús necesita de las personas!
Se despidió de la amiga y comenzó a ir de casa en casa, explicando la situación y pidiendo ayuda para la familia de Celeste. En la primera casa, el dueño oyó con una sonrisa y dijo:
— No puedo. Además de eso, si él perdió el empleo es porque hizo algo equivocado. Hallo mejor no meterse, Daniela.
— ¡No tengo dinero! De hecho, si tuviera no lo daría. ¡Esa gente es perezosa! — en otra casa dijo una señora.
En la tercera casa, la chica oyó de la mujer que atendió a la puerta:
— ¡¿Yo?!... ¿Dar dinero a desocupados? ¡De ninguna manera! ¿Y quién es que va a ayudarme?
Desanimada, la niña se sentó en el bordillo y apoyó la cabeza con las manos. ¿Qué hacer?
Su madre, que había extrañado la tardanza de la hija, apareció en el portón y, viéndola desanimada, quiso saber el motivo. Daniela le contó lo que había ocurrido, y terminó por decir:
— ¡Y ahora, mamá, yo no sé qué hacer!...
La señora se sentó en la calzada, la abrazó con cariño, después consideró:
— Tú tienes toda la razón, hija mía, necesitamos ayudar a las personas con necesidad. ¡Pero, si tú piensas así, eres tú quien tienes que ayudar! ¡Haz tu parte! Y puedes contar conmigo y con tu padre, a buen seguro. Sin embargo, cada uno es responsable por la propia vida y no podemos obligar a nadie a hacer lo que no quiera. ¿Entendiste?
— Entendí, mamá. ¡Entonces, si nadie quiere participar, voy a ver cómo yo puedo colaborar!
Daniela fue hasta la casa de Celeste. Del otro lado de la calle, vio que, haciendo un coro, varios vecinos conversaban. Ella pasó y siguió su camino. Llegando a la casa de la amiga, entró y vio a la madre de ella, inquieta, sin saber qué hacer.
— ¿Puedo ayudar, doña Alice?
— ¡Ah! Daniela, yo necesito buscar legumbres para la sopita del bebé y no tengo quién cuide de él, pues Celeste está en el depósito lavando las ropitas del bebé, lo que también es urgente. 
— Puede ir, doña Alice, yo tengo cuidado de él — dijo Daniela, tranquilizando a la señora.
La dueña de la casa le agradeció y salió, volviendo rápido. Hizo la sopa del bebé, pero no tenía nada para el almuerzo, ni dinero para comprar. Inmediatamente, Daniela fue hasta su casa, habló con la madre, y trajo los alimentos necesarios, siendo recibida con un abrazo agradecido por doña Alice.
Mientras la señora, más animada, hacía el almuerzo, queriendo ser útil, Daniela barría el jardín. Incomodados, los vecinos se aproximaron con cara fea, preguntando:
— ¿Por qué estás haciendo eso, Daniela?
La niña levantó la cabeza y respondió con firmeza:      
— Esta familia está necesitando de ayuda, y yo colaboro como puedo. ¡Cada uno da lo que tiene!
Delante del ejemplo de la niña, los vecinos bajaron la cabeza, avergonzados. En la misma hora, uno de ellos consideró:
— Bien. Por lo que tú me contaste, Olívio está desempleado. Creo que le puedo arreglar una colocación en mi empresa. ¡Así que llegue, voy a hablar con él!
Daniela abrió una gran sonrisa:
— ¡Gracias! ¡Él quedará muy contento y la familia de él también!...
Luego, otras personas quisieron ayudar y, satisfecha, la niña fue a contar a la madre que, también sonriendo, consideró:
— Todo eso es resultado de tu esfuerzo, hija mía. ¿Notaste como tu ejemplo hizo a las personas cambiar de actitud? ¡Felicidades! ¡Jesús debe estar agradecido y contento contigo!       

martes, 25 de diciembre de 2012

LAS DOS MONJAS



Una viejecita que durante su juventud había sido mandadera y cria­da muchos años de un convento de monjas, hízome, un día de campo, la siguiente confidencia, que da la sensación de los horribles secretos que esconden las tapias de los conventos. He aquí la historia de dos monjas, tal como me la contó la viejecita:
«Una tarde del año... paró un carruaje ante la puerta del convento de... Una mujer elegantemente vestida, joven y hermosa, despidió al cochero y a los lacayos, y tras algunos aldabonazos, la puerta se abrió y entró en el convento. Era una mujer aristocrática, de expresiva fisono­mía, mas en la palidez de su frente, en el circulo azul de sus ojos, en sus mejillas, en la sombría tristeza impresa en su semblante, en sus pasos trémulos, el ojo menos perspicaz hubiese conocido al instante que adolecía de una de aquellas enfermedades que juegan por algún tiem­po con sus víctimas en la seguridad de devorarlas.
»Al mes de este suceso, se detenía también otro coche ante las re­jas del mismo monasterio, y bajaba otra mujer, también joven; pero ni su fisonomía ni sus rasgos se recomendaban por su regularidad ni por su nobleza; su frente carecía de elevación, su nariz afilada, sus labios delgados eran la expresión de aquel dicho viejo: "Como puñalada en puerta de cuero".
No era hermosa, ni fea, aunque su larga y fina cabe­llera tuviese el brillo del azabache y sus dientes rivalizasen en blancura con el marfil más puro. Vestía de luto riguroso, víctima, al parecer, de una de aquellas desesperaciones contra las que no hay más remedio que la tumba. »Una tras otra, las dos se consagraron a Dios y fueron místicas es­posas de Cristo. La primera vez que se encontraron y se vieron aque­llas dos mujeres, tan desconsoladas y tristes, experimentaron como una conmoción eléctrica, se miraron fijamente por espacio de un mi­nuto, después de lo cual la una volvió la cabeza y se alejó disgustada y melancólica, y la otra, bajando sus largos párpados sobre sus ojos como un velo, desapareció por los arcos del claustro: ¿se habían conocido, o se habían adivinado? Ese encuentro fortuito fue luego la comidilla del chismorreo monjil. Las otras monjas formaban juicios variados sobre aquellas compañeras que habían hecho a la comunidad dádivas consi­derables, deduciendo que eran ambas de dos de las más opulentas fa­milias del reino, y sin embargo, no eran ya más que Sor Luisa y Sor Te­resa.
II
»Después de tres años de reclusión y de hacer penitencia Sor Luisa y Sor Teresa, las dos, silenciosas y tristes, ninguna de sus compañeras podía decir haberlas visto jamás reír o llorar. Estaban pálidas, flacas, acabadas, que parecían bajo sus largos hábitos dos espectros escapados del sepulcro. »Sor Luisa tuvo precisión de hacer cama al cabo de un mes que no había salido de su celda, cuando un día en que se ponía el sol, con la úl­tima sonrisa del otoño, pidió solícitamente la bajasen a los emparrados del jardín. »Se sentía morir. »A instancias suyas, acudió allí Sor Teresa, que más animada, o menos débil, se arrastraba aún por el suelo. »A instancias suyas también, las dejaron solas. Ambas se pusieron a temblar cuando se vieron cara a cara. Hubo un momento de silencio. »
-Os doy gracias, hermana mía, por haber venido-murmuró al fin Luisa-: sólo me restan algunos momentos de vida, y al borde de este sepulcro tan frío, donde voy a dormir eternamente, necesito que una voz amiga me hable de la infinita misericordia de Dios, porque tengo miedo. »
-Yo también, hermana mía, me siento morir, y como vos, experi­mento un gran espanto en el fondo de mi alma; pero, acercaos, herma­na mía, vos que sois la virtud, la piedad misma... »
-¡Ah!, callad, callad -interrumpió vivamente Luisa-; hay en mi vida un secreto espantoso, tan horrible, que el oído de un sacerdote no podría escucharlo. »
-Vuestra imaginación os extravía, hermana; os suplico que os calméis. »
-No, dejadme hablar; este secreto me abrasa, me devora. Tened piedad de mi alma y escuchadme, hermana mía. »
Pronunciadas estas palabras, se abrazaron ambas religiosas. Hubo un momento de silencio y habló Luisa al oído de Teresa, entre sollozos y suspiros profundos que conmovían intensamente el corazón de Te­resa...
III
»-Soy el último vástago de una familia ilustre -comenzó a decir Luisa con la voz solemne de los agonizantes-. Mi madre murió al dar­me a luz; a mi padre lo mataron en una batalla y a mi hermano en un duelo. Me recogió y educó un hermano de mi madre, el cual tenía una hija menor que yo, de dos años; él nos quería con igual ternura y noso­tras nos amábamos como hermanas. »En casa de mi tío entraba con la mayor intimidad el hijo de uno de sus antiguos amigos, un joven, el vizconde de Belleuse. Yo le miré, y me pareció que él hacía lo mismo conmigo. Creí haberle causado viva impresión en su corazón, y aunque jamás me declaró su amor, fui muy dichosa con este pensamiento, porque era el esposo de mis sueños. Tenía yo entonces dieciséis años. »Mi prima crecía también; a los quince era la niña más hermosa del mundo, graciosa, alegre, inteligente, buena y linda como un ángel: ¡Era un conjunto de perfección!, y fui sacrificada. El vizconde me olvi­dó. » Como quería a mi prima, ella le amó. Fui yo su confidente, y ya comprenderéis cuánto debí sufrir en silencio. Había heredado de mi madre un carácter apasionado y un alma impasible. » Nadie me vio devorar mis lágrimas.
Hacia este tiempo, un señor alto, hermoso, bien formado, que se llamaba el marqués de Santa Lu­cía, se hizo presentar en casa de mi tío: me había visto en un baile y es­ taba violentamente enamorado de mí... o de mi fortuna, porque él era un noble arruinado y yo era riquísima. »Me adoró o fingió adorarme, esperando yo encender con la llama de los celos los apagados sentimientos del vizconde. »Pero, ¡vana esperanza! Quedó muy alegre, y os lo diré: me felicitó por mi conquista. Mi prima y el vizconde se desposaron. ¡Cuán felices eran! Yo no podía serlo, y pasaba las noches en un mar de lágrimas. »Era martes, y el mismo día de la semana siguiente se había señala­do para la celebración del matrimonio. Mi prima se mostraba alegre al contemplar los atavíos de la boda, y ensayaba en mi cabeza la corona que debía colocar en la suya. »¡Tanta felicidad en una parte y tantos sufrimientos en otra! Mi imaginación se acaloró, y mi razón quedó expuesta a mil desvaríos.
IV
»El martes de que os hablo estábamos los cuatro en el jardín del pa­lacio, ella con él, y yo con el marqués; ella alegre, y yo sonriendo tam­bién; pero i qué sonrisa! Nos paseábamos en una larga calle de árboles, y mientras mi prima volvía a bajar apoyada en el brazo del vizconde, yo subía apoyada en el del marqués. De repente detuve al marqués: esta­ba loca. »-¿Me amas? -le pregunté bruscamente.» Y me miró lleno de admiración. Yo no bajaba la vista. »
-Te amo -me respondió-; ¡,qué prueba quieres exigir de mi amor? »-Dos -añadí resueltamente-, una hoy, otra mañana. »
-Habla -replicó el marqués-, y te juro por el alma de mi madre que serás obedecida. »
-Quiero esta tarde --le dije-, un veneno. »
El marqués retrocedió asustado. Pero yo continué en estos térmi­nos: »
-No un veneno que mate como el rayo, porque es muy dulce mo­rir así, sino un veneno que mate lentamente. ¡Mi venganza necesita al menos tres días de agonía para mi víctima! Aquellos venenos los cono­cen todos los nobles de Italia y de España, desde el tiempo de los Bor­gias. »Continuó mirándome sin responder.
-¿Y te atreves a decir que me amas?... -le dije entonces con amarga sonrisa. »
-Tendrás esta tarde -murmuró- el veneno que me pides. »
-Pues bien -proseguí-, existe un hombre que debe morir maña­na, y poco me importa que le mates tú mismo o que lo hagas matar, con tal que muera. »
El marqués quedó pálido como un espectro.»
-Vamos -añadí yo irónicamente-, veo que tienes miedo; no ha­blemos ya de eso; adiós, marqués. »
Y me marchaba volviéndole la espalda, cuando se lanzó hacia mí. »
-Mañana-dije entonces-, habrá baile en el palacio del duque de Abriones; yo asistiré, y no quiero que vaya ese hombre; os espero; pa­saréis por delante de mí con una mano enguantada y la otra sin el guan­te: la mano desnuda será señal de estar yo vengada. ¡Ese hombre no existirá ya! »
En aquel momento se juntaron con nosotros mi prima y su pro­metido esposo. Nos sonreímos; hablamos algunas palabras y se aleja­ron enteramente abstraídos y enamorados. »
-¿Y quién es el hombre que debe morir? -me preguntó el mar­qués. »
-Ese que veis -repliqué, señalando con la mano al vizconde de Belleuse.»
-¡El vizconde! ¡Jamás! -exclamó con horror. »
-Entonces -respondí fríamente-, otro me vengará de ese hom­bre, y obtendrá mi amor, mi fortuna y mi mano. »
Quedó pensativo. Luego, a media voz, me dijo: »
- ¡Morirá! ¡Te lo juro! »
Nos separamos al momento. Al día siguiente estaba yo en el baile con mi prima. El marqués pasó por delante de mí sin llevar el guante en una mano. »A las dos de la mañana, mi prima se sintió indispuesta; la llevaron a su casa, y la acompañé. El resto de la noche lo pasó en angustias, es­pasmos y dolores. Hallábame cerca de su cama. El primer día fue ataca­ da de un horrible delirio. Al segundo, sus cabellos, blancos casi de re­pente, fueron cayéndose, sus ojos se hundieron, quedándose entera­mente ciega, su lengua y todos sus miembros sufrieron una espantosa parálisis. Llegó el tercer día y yo la vestí de blanco como a una desposa­da, y la coloqué en su féretro, para que la llevaran con gran pompa fú­nebre a la sepultura de su familia. »El marqués entendía mucho de venenos. »Ocho días después, mi pobre tío expiraba de dolor en mis brazos. »
Permanecí un mes encerrada en su palacio, no queriendo ver a na­die, consumida por la desesperación y los remordimientos, y por últi­mo me marché una noche, dirigiéndome a este convento, donde voy a morir. »¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!... -exclamó inclinando su frente-. ¿Puedo esperar que vuestra misericordia sea mayor que mis crímenes? »
-Levántate, hermana mía, y escúchame -dijo entonces Sor Tere­sa, poniéndose de rodillas-, porque yo también reservo en mi corazón un secreto espantoso que ningún sacerdote podría oír. ¡Y sin embargo, me estoy muriendo! Horrible y extraño destino el nuestro -continuó diciendo-. ¡Hermanas en el crimen y la expiación, y después la muer­te! ¡El amor fue causa de vuestra perdición, y el amor y la ambición me perdieron a mí! »Al decir estas palabras, no pudo continuar; su semblante palide­ció, sus ojos se cerraron; ¡había muerto! Sor Luisa murmuró una ora­ción, dirigió su vista moribunda hacia el cielo y exhaló su último suspi­ro.»
Luego dirán que las novelas y el teatro son lugares donde se mues­tran historias inverosímiles, cuando no copian más que una pequeñísi­ma parte de la vida real. Cuando acabó su relato la viejecita, quédeme sumida en reflexio­nes, y como otras tantas veces, comencé a divagar, preguntando al es­pacio el porqué de tantas anomalías que se ven en la Tierra.