martes, 9 de octubre de 2012

SAN MARTIN DE PORRES(FRAY ESCOBA)



San Martín de Porres
SAN MARTIN DE PORRES fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en el 9 de diciembre de 1579. En el libro de bautismo fue inscrito como "hijo de padre desconocido". Era hijo natural del caballero español Juan de Porres (o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velásquez. Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don Juan de Porres como una humillación
Vivió pobremente hasta los ocho años en compañía de la madre y de una hermanita que nació dos años después.  Estuvo un breve tiempo con su padre en el Ecuador ya que este llegó a reconocerlo y también a la hermanita.  Nuevamente quedó separado del padre le mandaba lo necesario para hacerle terminar los estudios.
Martín era inteligente y tenía inclinación por la medicina. Había aprendido las primeras nociones en la droguería-ambulatorio de dos vecinos de casa. La profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la medicina.  Así adquirió conocimientos de medicina y durante algún tiempo, ejerció esta doble carrera.
Sintiendo grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de los dominicos del Rosario en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.
En el convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos. Fue admitido sólo como "donado", es decir, como terciario y le confiaron los trabajos más humildes de la comunidad. Martín es recordado con la escoba, símbolo de su humilde servicio.  Su humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e irritado, lo trató de perro mulato. En una ocasión, cuando el convento estaba en situación económica muy apurada, Fray Martín, espontáneamente se ofreció al Padre Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar la situación.
Advirtiendo los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le confiaron, junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad que solía contar con doscientos religiosos, sin tomar en consideración a los criados del convento ni a los religiosos de otras casas que, informados de la habilidad del hermano, acudían a curarse a Lima.
Bastante trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de su orden, sino que atendía a muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad.
Juntaba a su abnegada vida una penitencia austerísima, se maltrataba con dormir debajo de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Pasaba la mitad de la noche rezando a un crucifijo grande que había en su convento iba y le contaba sus penas y sus problemas, y ante el Santísimo Sacramento y arrodillado ante la imagen de la Virgen María pasaba largos tiempos rezando con fervor. Añadía a esto un espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba a otros grandes contemplativos.
Dios quiso que su santidad se conociera fuera de las paredes del monasterio, por los extraordinarios carismas con que lo había enriquecido, entre ellos, la profecía, éxtasis y la bilocación. Sin salir de Lima, fue visto en África, en China y en Japón, animando a los misioneros que se encontraban en dificultad.  Mientras permanecía encerrado en su celda lo veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos.  En ocasiones salía del convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener llave de la puerta y sin que nadie le abriera. Preguntado cómo lo hacía, respondía: "Yo tengo mis modos de entrar y salir".
Se le vio repetidas veces en éxtasis y, algunas levantado en el aire muy cerca de un gran crucifijo que había en el convento. A el acudían teólogos, obispos y autoridades civiles en busca de consejo. Más de una vez el mismo virrey tuvo que esperar ante su celda porque Martín estaba en éxtasis.
Llegaron los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no lo vieron.
Durante la epidemia de peste, curó a cuantos acudían a él, y curó milagrosamente a los sesenta cohermanos. Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se los recibieran.
Con la ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir a todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su penosa situación.
Sorprendió a muchos con sus curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido pulmonía y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: "levántese y ponga su mano aquí, donde me duele". ¿Para qué quiere un príncipe la mano de un pobre mulato?, preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado.
Otras veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín atendiendo a un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir las puertas. El asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas. Alguien le preguntó: "¿Cómo ha podido entrar?" El santo respondió: "Yo tengo modo de entrar y salir".
El enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las plantas medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también desempeñaba el oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces recogía, en cantidades asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos en religión y parte para los menesterosos de toda clase que había en la ciudad.
Su amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas semejantes a las que se narran de San Francisco y de San Antonio de Padua. Por ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus picaduras e iba a que Juan Vázquez lo curase, éste le decía: "Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos". Y Fray Martín respondía: "¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?" __"¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gente!__ "Sin embargo, se les debe dar de comer, que son criaturas de Dios", respondió el humilde fraile.
Es típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario. El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: "Hermanos, idos a la huerta, que allí hallaréis comida". Los ratones obedecieron puntualmente, y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y si alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta, diciendo: "Vete adonde no hagas mal".  Loa animales le seguían en fila muy obedientes. En una misma cacerola hacía comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.
Sus conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los enfermos, solía decirles: "Yo te curo y Dios te sana".  Todas las maravillas en la vida del santo hay que entenderlas asociadas con el profundo amor a Dios y al prójimo que lo caracterizaban.
Se sabe que Fray Martín y Santa Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y trataron algunas veces, aunque no se tienen detalles históricamente comprobados de sus entrevistas.
A los sesenta años, después de haber pasado 45 en religión, Fray Martín se sintió enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La conmoción en Lima fue general y el mismo virrey, conde de Chichón, se acercó al pobre lecho para besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo perro mulato. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras "Et homo factus est", besando el crucifijo expiró plácidamente.
Murió el 3 de noviembre de 1639. Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros por su intercesión se multiplicaron.


AQUI TENEIS LA PELICULA COMPLETA SOBRE SU VIDA,UNA VIDA LLENA DE AMOR POR LOS DEMAS

COMUNICACION ESPIRITA 1


TREINTA Y DOS AÑOS

Hace algunos días que muchos periódicos publicaron sueltos referentes a un ataque de
catalepsia, ataque prolongado que ha durado treinta y dos años, el sueño de la infeliz mujer que ha
sufrido durante tanto tiempo un tormento, pues,  según confesión de algunos desgraciados que han
sido víctimas de tan horrible enfermedad, oyen perfectamente cuando se habla en su derredor y se
enteran de todo cuanto dicen sus deudos y amigos, y algunos han sentido cuando los colocaban en el
ataúd y se disponían a realizar el entierro del supuesto cadáver, hasta que con un esfuerzo
sobrehumano han roto sus cadenas de inmovilidad. El suelto en cuestión decía así:
ATAQUE DE CATALEPSIA: CASO EXTRAORDINARIO
Los periódicos de Burgos dan cuenta del siguiente hecho:
Hace más de treinta y dos años, la vecina de Villavicencio, Benita de la Fuente, sufría un
ataque de catalepsia.
La enferma se hallaba postrada en cama, inmóvil y sin conocimiento, desde 1874, sin que
durante mucho tiempo haya hablado una palabra, limitándose a exhalar de vez en cuando algún
quejido inarticulado; su única alimentación ha sido agua, y alguna vez ha tomado pequeñísimas
cantidades de caldo y leche. Multitud de médicos, algunos de gran reputación, la han visitado en
diversas ocasiones, no pudiendo explicar científicamente tan extraordinario caso.
Pues bien: el viernes último la enferma abrió los ojos, y recobrando súbitamente el habla
expresó sus deseos de abandonar el lecho.
El domingo siguiente, la familia la levantó y desde entonces va recobrando rápidamente la
salud perdida, siendo de esperar que muy en breve recupere la normalidad de sus funciones
fisiológicas, aunque todavía no se le ha dado alimentación por el temor de que su estómago no pueda
soportarlo.
Benita de la Fuente conoce ya a todas las personas de su familia, pero lo extraordinario del
caso es que no recuerda nada de lo que le ha ocurrido y se niega tenazmente a creer que haya estado
dormida y sin comer más de treinta y un años.
Tiene actualmente sesenta y dos años.
Una hermana de la enferma, a quien todos tienen por persona seria y fidedigna, ha
comunicado esas noticias, las cuales constituyen un caso extraordinario, digno de ser estudiado por las
eminencias médicas.
* * * Yo creo que este caso, verdaderamente extraordinario, no sólo deben estudiarlo los médicos, y
han opinado lo mismo que yo muchos espiritistas que me han escrito suplicándome que pregunte al
guía de mis trabajos el porqué de tan horrible condena, porque vivir treinta y dos años sin movimiento,
sin hablar, sin tomar parte en la lucha de la vida, debe tener una causa poderosísima; debe haber
cometido el Espíritu así castigado uno de esos crímenes sin precedentes, unos de esos delitos que si
no fuera porque dicen que nunca pagamos todo lo que debemos, la condena duraría millones de
siglos, todas las agonías que hemos hecho sufrir a una o varias de nuestras víctimas, y si sólo nos
aplican el mínimo de la pena merecida, treinta y dos años de martirio, ¿cuántos crímenes representan?
* * *
“No tanto como tú crees (me dice un Espíritu); que por regla general, los que os creéis mejor
inspirados estáis tan lejos de la verdadera causa que produce tan malos efectos, como lo está la luz de
la sombra, el fuego de la nieve, el amor del odio, la virtud del vicio, el egoísmo de la abnegación. No
juzguéis nunca por las apariencias, que de cien veces que pronunciéis juicio  condenatorio, noventa y
nueve estaréis dominados por el error y seréis injustos convirtiéndose en jueces, cuando por vuestros
defectos no debéis juzgar, sino ser juzgados.
“En el caso de catalepsia que tanto os ha llamado la atención, y al que la ciencia médica no
encuentra explicación satisfactoria, hay efectivamente mucho que estudiar y mucho que aprender para
reconocer a la enérgica voluntad de un Espíritu, la que ha sometido a su cuerpo a una prueba tan
dolorosa. Los que niegan la existencia del alma, porque no la encuentran cuando amputan un brazo o
una pierna o extraen un feto, o abren la cabeza para extirpar un tumor (como la ciencia no les puede
decir la historia del Espíritu que anima a aquel organismo) se tienen que cruzar los brazos y
enmudecer ante hechos cuya causa no comprenden, y vosotros, los espiritistas, los que sabéis que el
presente está íntimamente enlazado con el ayer, y que el Espíritu es un agricultor eterno que siembra
hoy para recoger mañana, al ver que algunos agricultores recogen tan mala cosecha, decís con
espanto: ¿qué habrá hecho este desgraciado para merecer tan cruel castigo? ¿Qué papel habrá
representado en la historia universal? ¿Habrá empleado su ciencia para ser un verdugo de la
humanidad? ¿Habrá sido un conquistador insaciable?...Y vais acumulando pregunta sobre pregunta, y
mientras más preguntáis más lejos estáis de la verdad, como os sucede ahora con esa pobre mujer
cataléptica, que amontonáis sobre ella crímenes espantosos, y en realidad no es así; es un Espíritu
desequilibrado, que ha amado mucho, pero con ese amor terrenal, egoísta, absorbente, dominante,
avasallador, que prefiere la muerte del ser amado antes que verle dichoso en brazos de otro ser.
“Esa mujer, que hoy pertenece a una clase humilde, y que a no ser por su enfermedad hubiera
pasado completamente desapercibida en la Tierra, en otro tiempo su sitial era un trono, y aunque su
reino era pequeño, ello lo hizo grande por la severidad de sus leyes, y por ser ella el juez que
dictaminaba las sentencias. Parecía insensible a los encantos del amor; casado por razón de estado,
sin sucesión, era una mujer de hielo, intolerante para las faltas cometidas por amor; su corte parecía
más bien una comunidad de monjas y de frailes sin votos; tal era la rigidez de las costumbres y la fiel
observancia de los deberes en todos los sentidos. Así vivía Ermesinda, sin gozar, y sin dejar que los
demás gozaran, hasta un día que le presentaron a un joven militar  muy recomendado
por uno de sus parientes más cercanos, que lo ponía bajo su real protección, de la que se esperaba
que se haría digno, siquiera por honrar su ilustre apellido. Ermesinda al verle sintió lo que nunca había
sentido, hasta el punto que se dejó caer en un sillón porque perdió el conocimiento y el joven Ezequiel
se turbó extraordinariamente al ver el mal efecto que su presencia había causado a su soberana, y se
retiró temeroso de un algo desconocido.
“Ermesinda desde aquel día sintió una inquietud y una ansiedad inexplicable, si bien ella pronto
se hizo cargo que su corazón se había despertado demasiado tarde, comprendió que amaba a
Ezequiel con toda su alma, y trató de hacérselo comprender a él; pero Ezequiel era tan niño, y le
habían educado de tal modo, que para él Ermesinda no era una mujer de carne y hueso, era una santa
a la que había de venerar de rodillas, pero a gran distancia, para que el hálito humano no manchara su
pureza. Así es que mientras ella acortaba el camino para encontrarse más pronto con él, él se alejaba
de ella dominado por el temor de ofenderla, y como cuando uno no quiere, dos no se encuentran,
Ezequiel se fue alejando de Ermesinda, y ésta se convenció que el joven huía de ella; sintió entonces
celos, ¿de quién?, de todas las mujeres de la corte; no tuvo valor bastante para decirle: ven que yo te
amo; la austeridad de sus principios se lo impidió; orgullosa por su linaje y por sus virtudes, no quiso
descender de su alto pedestal para caer en los brazos de un niño, que no sentía por ella la menor atracción, que antes al contrario le inspiraba  un temor inexplicable. Ermesinda logró dominar sus
sentimientos, se cubrió con su máscara de hielo, venció en la lucha de sus pasiones, pero no consiguió
otra cosa que mostrarse fría y severa con Ezequiel, que era el niño mimado de la corte por su
gentileza, por su hermosura, por su distinción, por su nobleza, por su valor, y viéndole tan amado y tan
colmado de atenciones, sus celos aumentaron de tal modo, que una noche lo hizo prender acusándole
de traidor a su patria, de ser un espía pagado por huestes enemigas, y Ezequiel fue encerrado en una
torre que parecía un nido de águilas, tan alta era, teniendo por base un promontorio de rocas, donde se
estrellaban embravecidas olas, pues parecía que en aquel punto era continua la tempestad, tan fuerte
era el oleaje que rugía enfurecido al chocar contra aquella atalaya fabricada cerca de las nubes.
“Cuando lo tuvo allí encerrado, Ermesinda se tranquilizó, diciéndose a sí misma: no viéndole,
no descenderé de mi alto pedestal, no le diré que no puedo vivir sin él, y no sufriré el atroz martirio de
verle en brazos de otra mujer; a grandes males, grandes remedios; cometo un crimen acusando a un
inocente, pero evito mi deshonra ante el mundo y ante él y dejo de sufrir un dolor que me conduciría a
la locura, porque el dolor de los celos es la locura en acción.
“Durante algunos días se habló de Ezequiel, pero después todos enmudecieron temiendo ser
castigados como el joven espía, sobre el cual se acumularon tan horribles acusaciones, que hubo
quien aseguró que había vendido muchas plazas fuertes a legiones enemigas. Ermesinda urdió en
secreto la tela de tantas patrañas y pronto Ezequiel fue dado al olvido, aunque muchas mujeres
lloraron su ausencia lamentando su infausta suerte, pero todo en silencio; nadie tuvo valor para
defender al inocente, y Ezequiel estuvo encerrado treinta y dos años sin poder hablar ni con su
carcelero, porque no lo veía; el alimento llegaba hasta él por un mecanismo que no dejaba ver a la
persona que lo suministraba, y Ezequiel no tenía más consuelo que contemplar el cielo a través de los
gruesos barrotes de hierro de una alta claraboya que daba luz a su reducida prisión. Así vivió treinta y
dos años, y en ese tiempo el joven hermoso y fuerte se transformó en un viejo achacoso, sus rubios
cabellos perdieron su color de oro, se volvieron amarillentos y por último blancos como la nieve, y
cuando menos lo esperaba, se abrieron las puertas de su prisión y recobró la libertad, ignorando por
qué la había perdido; regresó a su casa y toda su familia había muerto; entonces se enteró de la
calumnia que le había deshonrado y pidió ver a la soberana; pidió una audiencia que no le fue
concedida, porque Ermesinda ya estaba en la agonía; al comprender que iba a morir, quiso dejar en
libertad al hombre que tanto había amado, y murió tranquila porque una dama de toda su confianza le
dijo que había visto a Ezequiel que estaba desconocido con su cuerpo doblegado bajo el peso de los
años y el dolor.
“Ezequiel no tardó en seguirla, y al verse los dos en el Mundo espiritual se compadecieron
mutuamente, y él la perdonó porque ella había pecado por amor. El perdón de Ezequiel le hizo tanto
bien a Ermesinda, que pidió ser para él la madre más amorosa, ya que el amor de las madres en la
Tierra es el más dispuesto a la abnegación y al sacrificio, pero antes de ser su madre mil y mil veces
pidió sufrir el tormento que él sufrió víctima de su amor y de sus celos, y lo quiso sufrir padeciendo la
peor de todas las dolencias: el sueño cataléptico. Quiso que su prisión fuera la más horrorosa, la que
sin grillos ni cadena la sujetara al potro del tormento, porque los catalépticos oyen cuanto se habla en
torno suyo, y ellos asisten a los consejos de familia, miden por lo que oyen el cariño de sus deudos, las
miras interesadas de unos y los egoísmos de los otros; para ellos la verdad (que siempre es amarga)
se presenta sin velos, y ¡ay de aquellos que viven sin una ilusión! En su prolongada agonía Ermesinda
ha tenido el consuelo de tener a Ezequiel a su lado, el que muy a menudo ha murmurado en su oído
juramentos de amor, pero no de amor terreno, de amor sobrehumano, y los dos Espíritus enlazados
por una de esas afecciones que no se conocen en la Tierra, se unirán más tarde para no separarse
jamás; ella dispuesta a ser su madre, su ángel tutelar; él, agradecido, apreciando en lo que vale la
vehemencia de la pasión de Ermesinda, está dispuesto a corresponder a ella y a serle fiel
eternamente.
“Ya ves qué porvenir tan hermoso les espera a esos dos Espíritus que han sufrido tanto
víctimas del amor, del amor terreno y del amor divino. Ezequiel vivió encarcelado treinta y dos años,
siendo la causa de su inmerecido cautiverio el amor y los celos de una mujer, que gozaba pensando
que nadie le vería, que nadie recibiría sus caricias ni escucharía sus juramentos amorosos. Lo había
arrebatado de la sociedad, era suyo, le pertenecía porque le adoraba, y ahora Ermesinda ha sufrido
otra prisión más horrible para hacerse digna por su martirio de adorar a su amado Ezequiel, santificada
por el sacrificio. Ayer no podía decir que le amaba; mañana presentará su hijo al mundo entero y dirá:
¡Es mío! ¡Yo le llevé en mi seno! ¡Yo escuché sus primeros vagidos antes de verle! ¡Mis brazos han
sido su cuna! ¡Su primera sonrisa ha sido para mí! ¡Sus primeras palabras han sido: ¡Madre mía! ¡Es
mi hijo! ¿No es verdad que es muy hermoso?...Y Ermesinda será de esas madres apasionadas que seguirá a su hijo a todas partes, hasta el patíbulo si fuera necesario, todo su amor le parecerá poco
para hacerle olvidar a Ezequiel el tormento que su loca pasión le causó durante treinta y dos años.
“Adiós”.
* * *
¡A cuántas consideraciones se presta la anterior comunicación!
¡Cuán cierto es que engañan las apariencias! De cien veces, noventa y nueve juzgamos
erróneamente.
¡Cuán equivocados son generalmente nuestros juicios, dado que siempre estamos dispuestos
a aumentar la culpa de los otros y a disminuir se es posible la nuestra!
¡Cuánto peca nuestro pensamiento! Si con la intención basta, como dicen algunos creyentes,
por nuestras malas intenciones somos la mayoría de los terrenales merecedores de cadena perpetua;
y en verdad que, como la merecemos, la llevamos pendiente de nuestro cuello, al que rodea la argolla
de nuestros múltiples defectos y sólo las comunicaciones de los Espíritus conseguirán a su debido
tiempo hacernos reflexionar sobre nuestra pequeñez.
¡Bendito sea el Espiritismo! ¡Benditas sean las comunicaciones de los Espíritus, porque por
ellas se redimirán los pueblos!