martes, 15 de enero de 2013

El aparecido de mademoiselle Clairon



Esta historia tuvo una gran repercusión en su tiempo, por la 
posición de la heroína y por el gran número  de personas que 
atestiguó lo ocurrido. A pesar  de su singularidad, ya sería 
probablemente olvidada si mademoiselle Clairon no la hubiese 
consignado en sus Memorias, de donde nosotros hemos extraído el 
relato que vamos a hacer.  La analogía que ella presenta con 
algunos de los hechos que pasan hoy en día le da un lugar natural en esta Compilación.  Mademoiselle Clairon, como se  sabe, era tan notable por su belleza como por su talento de cantante y de actriz trágica; ella había inspirado a un joven bretón, el Sr. S..., una de esas pasiones que frecuentemente deciden una vida, cuando no se tiene  la suficiente fuerza de carácter para vencerla. Mademoiselle Clairon no correspondió sino con la amistad; sin embargo, las asiduidades del Sr. S... se volvieron tan inoportunas que ella decidió romper toda relación con él. La tristeza que él sintió le causó una larga enfermedad de la cual falleció. El hecho sucedió en 1743. Dejemos ahora hablar a mademoiselle Clairon.  
«Dos años y medio habían pasado desde que nos conocimos hasta 
su muerte. Envió a alguien para rogarme que yo le concediera la 
dulzura de verlo en sus últimos momentos; mis allegados me 
impidieron acceder a esa solicitud. Murió en la sola presencia de sus criados y de una dama anciana, que era la única compañía que tenía desde hacía mucho tiempo. En aquel entonces él vivía cerca de La Chaussée d'Antin, próximo a las  murallas que comenzaban a ser construidas; yo, en la rue de Bussy, cerca de la rue de Seine (calle del Sena) y de la abadía Saint-Germain (San Germán). Yo estaba con mi madre y con varios amigos que vinieron a cenar conmigo... Había terminado de cantar algunas bellas melodías                                            
IV Mademoiselle Clairon nació en  1723 y falleció en 1803. Debutó en la Compañía Italiana a la edad de 13 años y en la Comédie Française en 1743. Se retiró del 
teatro en 1765, a la edad de 42 años. [Nota de Allan Kardec.]
pastorales que hubieron encantado a mis amigos, cuando al sonar las once horas se produjo un grito muy agudo. Su modulación sombría y su duración causaron espanto a todos; me sentí desfallecer y estuve casi un cuarto de hora sin conocimiento...  
«Toda mi gente, mis amigos, mis vecinos, incluso la policía, han 
escuchado ese mismo grito, siempre a la misma hora, saliendo 
siempre por debajo de mis ventanas y pareciendo surgir de la 
vaguedad del aire... Raramente yo cenaba en la ciudad, pero cuando lo hacía no se escuchaba nada, y  varias veces, al preguntar a mi madre y a mi gente sobre si había alguna novedad, cuando entraba en mi cuarto el grito surgía entre  nosotros. Una vez, el presidente B..., en cuya casa había cenado, quiso llevarme a mi hogar para asegurarse que nada me sucedería en el camino. En el momento en que se despedía en mi puerta, el grito surgió entre él y yo. Así como toda París, él sabía de esta historia: no obstante, lo recondujeron a su carroza más muerto que vivo.  
«En otra oportunidad le pedí a mi amigo Rosely que me 
acompañase a la rue Saint-Honoré (calle San Honorato) para elegir 
algunas telas. El único asunto de nuestra conversación era mi 
aparecido (así se lo llamaba). Este joven, lleno de espíritu, no creía 
en nada; sin embargo, había quedado impresionado con mi aventura 
y me urgía a evocar el fantasma, prometiéndome creer en él si me 
contestase. Ya sea por debilidad o por audacia, hice lo que me pedía: el grito se escuchó tres veces y fue terrible por su estallido y rapidez. A nuestro regreso, fue necesario el socorro de todos para sacarnos del carruaje donde ambos estábamos desvanecidos. Después de esta escena permanecí algunos meses sin escuchar nada. Creí haberme liberado para siempre, pero estaba equivocada.  
«Todos los espectáculos habían sido transferidos a Versalles para 
el casamiento del Delfín.  Me habían reservado un cuarto en la 
avenue de Saint-Cloud (avenida San Cloud), que ocupé con la 
señora Grandval. A las tres horas de la madrugada, le dije: Estamos 
en el fin del mundo; sería muy difícil que el grito nos buscara aquí... 
¡Y éste se hizo escuchar! La señora Grandval creyó que el infierno 
entero estaba en el cuarto; corrió en camisón de arriba a abajo de la 
casa, donde nadie pudo dormir esa noche; por lo menos, ésa ha sido 
la última vez que el grito surgió. «Siete u ocho días después,  mientras conversaba con mis compañías habituales, la campanada de las once horas se hizo seguir de un tiro de fusil disparado en una de mis ventanas. Todos escuchamos el tiro; todos vimos el fogonazo; la ventana no presentaba ningún tipo de daño. Dedujimos que lo que se quería era mi vida, que habían errado el blanco y que era necesario tomar precauciones para el futuro. El Sr. Marville, que en aquel entonces era teniente de policía, hizo inspeccionar todas las casas ubicadas enfrente de la mía; en mi calle fueron apostados todos los espías posibles; pero, por más cuidados que se hubieron tomado, durante tres meses seguidos ese tiro fue visto y escuchado, siendo disparado siempre a la misma hora y en la misma ventana, sin que nadie haya podido nunca ver de qué lugar partía. De  este hecho ha quedado constancia en los registros de la policía.  
«Acostumbrada a mi aparecido, al que yo no consideraba una 
mala persona, ya que se limitaba a hacerme jugarretas, no me di 
cuenta de la hora que era –puesto que hacía mucho calor– y abrí la 
ventana en cuestión, apoyándonos el administrador y yo sobre el 
balcón. Al sonar las once horas el tiro disparó y nos arrojó a ambos 
al centro del cuarto, donde caímos como muertos. Cuando nos 
recuperamos, fuimos a ver si no teníamos nada, y nos echamos a reír como locos cuando constatamos que cada uno había recibido la más terrible bofetada que jamás nos hayan dado, a él en la mejilla 
izquierda y a mí en la derecha.  
«Dos días después, al ser invitada por mademoiselle Dumesnil 
  a asistir a una pequeña fiesta nocturna que ella daba en su casa de 
Barrière Blanche  (Barrera Blanca), tomé un fiacre 
  a las once horas con mi criada. Bajo un bello claro de luna fuimos conducidas por los bulevares que comenzaban a poblarse de casas. Mi criada me dijo: ¿No fue aquí que murió el Sr. S...? –Según las informaciones que he recibido, debe ser ahí, le dije, indicándole con mi dedo a una de las dos casas que teníamos delante nuestro. Y de una de las dos se disparó el mismo tiro de fusil que me perseguía: atravesó nuestro carruaje e hizo conque el cochero redoblase la velocidad, creyéndose que estaba siendo atacado por ladrones. Llegamos a la fiesta estando apenas recompuestas y,  por mi parte, presa de un terror que –confieso– he conservado por mucho tiempo; pero esta proeza ha sido la última con armas de fuego.  
«A la explosión siguió un palmoteo, que repetía un determinado 
compás. Ese ruido, al cual la bondad del público me había 
acostumbrado, no me ha dejado  hacer ningunas  observaciones 
durante largo tiempo; mis amigos las hicieron por mí. Hemos 
espiado –me han dicho– y es a las once horas que se produce, casi 
bajo vuestra puerta; nosotros lo hemos escuchado, pero no vimos a 
nadie; esto no puede ser otra cosa que la continuidad de lo que 
habéis pasado. Como este ruido no tenía nada de terrible, no 
conservé el tiempo de su duración. Tampoco presté atención a los 
sonidos melodiosos que después se hicieron escuchar; parecía que 
una voz celestial recitase un aria noble y conmovedora que iba a ser 
cantada; esta voz comenzaba en el carrefour de Bussy (cruce Bussy) y finalizaba en mi puerta; al igual que como había sucedido con todos los sonidos anteriores, éstos se escuchaban pero no se veía nada. En fin, todo cesó después de un poco más de dos años y 
medio.» Posteriormente, mademoiselle Clairon se enteró a través de la dama anciana que había sido la única amiga devota del Sr. S..., el relato de sus últimos momentos.  «Él contaba –decía la anciana–  todos los minutos, cuando a las diez y media su lacayo vino a decirle que, decididamente, vos no vendríais. Después de un momento de silencio, tomó mi mano con una desesperación creciente que me asustó y dijo: ¡Insensible!... No ganará nada con eso; ¡la perseguiré después de mi muerte tanto como la he perseguido durante mi vida!... Quise tratar de calmarlo, 
pero había muerto.» En la edición que nosotros tenemos a la vista, este relato es precedido por la siguiente nota sin firma:  
«He aquí una anécdota muy singular que sin duda ha suscitado y 
suscitará los más diferentes juicios. Se adora lo maravilloso, incluso 
sin creer en ello: mademoiselle  Clairon parece convencida de la 
realidad de los hechos que cuenta. Nos contentaremos en hacer notar que en el tiempo en que fue  o se creyó atormentada por su 
aparecido, ella tenía de veintidós años y medio a veinticinco; ésta es la edad de la imaginación, y esa facultad era continuamente ejercida y exaltada en ella por el género de vida que llevaba en el teatro y fuera del mismo. Recordemos que dijo, en el comienzo de sus Memorias que, en su infancia, solamente le contaban aventuras de aparecidos y de hechiceros, que le aseguraban que se trataba de 
historias verdaderas.»  Al no conocer el hecho sino por el relato de mademoiselle Clairon, sólo podemos juzgar por inducción; ahora bien, he aquí nuestro razonamiento. Este acontecimiento, descrito en sus más mínimos detalles por la propia mademoiselle Clairon, tiene más autenticidad que si hubiera sido narrado por un tercero. Agreguemos que cuando ella escribió la carta en la que se encuentra el relato tenía aproximadamente sesenta años, y que había pasado la edad de la credulidad de que habla el autor de la nota. Este autor no pone en duda la buena fe de mademoiselle Clairon sobre su aventura; únicamente piensa que ella ha podido ser el juguete de una ilusión. Que lo haya sido una vez, no sería nada sorprendente; pero que lo haya sido durante dos años y medio, esto nos parece más difícil, y más difícil aún es suponer que esta ilusión haya sido compartida por tantas personas, testigos oculares y auriculares de los hechos, y hasta por la propia policía. Para nosotros, que conocemos lo que puede ocurrir en las manifestaciones espíritas, la  aventura no tiene nada que pueda sorprendernos, y la damos como  probable. En esta 
hipótesis, no tenemos dudas en pensar que el autor de todas esas 
malas pasadas no era otro que el alma o el Espíritu S..., sobre todo si observamos la coincidencia de sus últimas palabras con la duración de los fenómenos. Él había dicho:  La perseguiré después de mi muerte tanto como la he  perseguido durante mi vida. Ahora bien, sus relaciones con mademoiselle Clairon habían durado dos48
años y medio, exactamente el mismo tiempo que duraron las 
manifestaciones después de su muerte.  
Algunas palabras aún sobre la naturaleza de este Espíritu. No era 
malo, y mademoiselle Clairon está con la razón cuando no lo califica como una mala persona; pero tampoco se puede decir que era la bondad en persona. La pasión violenta a  la cual sucumbía como hombre, prueba que en él las ideas terrestres eran predominantes. Los trazos profundos de esta pasión –que sobrevivió a la destrucción del cuerpo– prueban que, como Espíritu, estaba todavía bajo la influencia de la materia. Su venganza, por inofensiva que haya sido, denota sentimientos poco elevados. Por lo tanto, si nos remitimos a nuestro cuadro de la clasificación de los Espíritus, no será difícil asignarle su rango; la ausencia de maldad real lo aparta naturalmente de la última clase, la de los Espíritus impuros; pero evidentemente se encuadra en las otras clases del  mismo orden; nada en él podría justificar un rango superior.  
Algo digno de ser señalado es la sucesión de los diferentes modos 
por los cuales ha manifestado su presencia. Ha sido en el mismo día 
y en el momento de su muerte que se hace oír por primera vez, y 
esto sucede en medio de una cena jovial. Cuando estaba encarnado, 
veía a mademoiselle Clairon en pensamiento, rodeada con un halo 
que la imaginación presta al objeto de una ardiente pasión; pero una 
vez que el alma se ha despojado de su velo material, la ilusión da 
lugar a la realidad. Él está ahí, a su lado, la ve rodeada de amigos, 
debiendo por completo incitar sus  celos; su alegría y su canto 
parecen insultar a su desesperación, y ésta se manifiesta a través de 
un grito de rabia que repite cada  día a la misma hora, como para 
reprocharle el haberse rehusado a consolarlo en sus últimos 
momentos. A los gritos suceden los  tiros de fusil,  inofensivos –es 
cierto–, pero que no por eso denotan menos una impotente rabia y el deseo de perturbar su reposo. Posteriormente, su desesperación 
reviste un carácter más calmo; influido, sin duda, por ideas más 
sanas, parece haberse resignado; sólo le queda el  recuerdo de los 
aplausos de que ella era objeto, y los repite. En fin, más tarde le dice adiós, haciéndola escuchar sonidos que parecían como el eco de esa voz melodiosa que tanto lo había encantado cuando estaba 
encarnado.