jueves, 7 de febrero de 2013

EL DESPRENDIMIENTO ASTRAL



Son muchos los lectores que me piden explicaciones sobre la mediumnidad de desprendimiento.
No sabré definirla científicamente, pero voy a procurarles contar aquello que me pasa conmigo cuando me desprendo, esto es, cuando salgo del cuerpo.
Como sabemos, son muchas las clases de mediumnidades que existen y que todos somos médiums, siendo unos más sensibles que otros.
Ser médium es ser instrumento de los espíritus para comunicarse con nosotros. Es entrar en contacto con el mundo invisible.
¿Y quién de nosotros no se habrá encontrado con espíritus, aunque sea en sueños? Por el hecho de la persona ser médium desarrollada, no quiere decir que sea siempre buena.
Pues hay buenos y malos médiums.
De acuerdo con los sentimientos, son los espíritus que atraemos. Con el auxilio de ellos haremos tanto el bien como el mal. Podemos, así, servir a Dios o a Mamón, aun no siendo espíritas.
Muchos reciben sus buenos o sus malos consejos de forma intuitiva. Otros más desarrollados en la audición, les oyen la voz tan natural como si estuvieran encarnados.
A veces sentimos que parte de dentro de nosotros una idea que nos formulamos. Es esta también una de las formas de la audición.
Algunos son videntes, ven los espíritus con gran facilidad, aun sin concentrarse. Hay también los que ven cuando están de vigilia. Por tanto, existen diversas formas de videncia. Tenemos los psicógrafos mecánicos, intuitivos o inconscientes. Reciben los mensajes de los espíritus.
Los médiums de materialización son muy útiles a la doctrina. Donan el ectoplasma para que el espíritu se materialice entre nosotros, presentándose como eran en la Tierra. Esa es una de las mejores maneras de probarse la existencia del espíritu, empero ni todos precisen «ver para creer».
Otros son de transporte. Lo que es diferente del desprendimiento. En el transporte, el médium se concentra y va para determinado lugar, casi siempre durante la sesión espírita.
Están los médiums de cura. Con el poder de la fe transforman el fluido que retiran del Universo en remedio de gran poder curativo. Así que son numerosas las mediumnidades, pero creo que la de incorporación es de las que mayores servicios presta a los espíritus.
Es por intermedio del médium de incorporación que el espíritu vuelve con mayor facilidad a comunicarse con los vivos.
Hay espíritus que están tan tierra-a-tierra todavía, que sólo consiguen oírnos cuando envuelven al médium. Oyen apenas la voz material nuestra. Al paso que los más esclarecidos nos entienden por el pensamiento. Con todo, la mediumnidad de incorporación es la que más dudas trae al médium, porque en mayor número ellos son conscientes. Saben lo que dicen. Y a veces es cuando se niegan a practicarla, con recelo de mixtificación.
Acontece, sin embargo, que toda la mediumnidad tiende a mejorar, de acuerdo con la dedicación y mejoría del médium. En la medida que él procura su perfeccionamiento moral, se va transformando en instrumento de gran valía, quedando libre de los mentirosos y embusteros que a él tienen acceso. Su fuerza moral es como la coraza que le protege de la mixtificación.
Por más consciente que sea el médium, él se va tornando inconsciente, en la proporción que purifica los sentimientos y que aprende a concentrarse.
La confianza en Dios y la buena voluntad de ayudar al prójimo constituyen factores primordiales para la evolución mediúnmica.
El individuo que así obra no sólo mejora la mediumnidad que ya posee, como va ganando otras de acuerdo con su merecimiento. No adelanta pedir la mediumnidad. Ella vendrá, naturalmente, como premio a nuestra dedicación.
Así, un médium de incorporación puede ser también vidente, audiente, psicógrafo o tener cualquier otra mediumnidad que Dios y los Guías o Mentores crean que le sea útil o que venga a contribuir para el intercambio entre la Tierra y el Espacio.
La dedicación, la fe, el perfeccionamiento moral hacen que mejore cada vez más el instrumento, esto es, el médium.
Lo que no podemos olvidar es que somos instrumentos y que sólo podemos producir bajo la voluntad de Dios y de los espíritus. Solos, nada conseguiremos. Puesto que, en la hora en que nos convencemos de que nos hemos transformado en médiums valiosos, ya fuimos alcanzados por la vanidad, y podremos perder de golpe todas las mediumnidades.
Si también no sabemos evaluar la importancia de la gracia que recibimos y nada hacemos por conservarla, podremos perderla.
Los espíritus que nos asisten nos abandonarán e irán a procurar un instrumento más fiel, más dedicado. Y, muchas veces, quedamos a merced de los espíritus menos evolucionados.
El desarrollo mediúmnico depende mucho de nuestra buena voluntad. Seremos tanto más perfectos instrumentos del bien cuanto mejores nos hagamos espiritualmente. Ahora, lector, voy a intentar contarles algo sobre mi desprendimiento.
Como ya sabemos, comencé con la mediumnidad de incorporación, siendo envuelta por un espíritu sin esperarlo. Desde ese instante llevé muy seriamente mi mediumnidad. Leí mucho sobre la doctrina. Hice todo para mejorar, aunque fuese un poquito mi interior, y todavía continuo luchando con mis imperfecciones. A medida que me esfuerzo y practico la caridad, siento una mayor facilidad en el intercambio con el Mundo Invisible. Después de la incorporación, fui siendo agraciada con la audición, la videncia, la precognición y, por últi-
mo, el desprendimiento. Antes de que mis hijos desencarnaran, ya había salido del cuerpo algunas veces. Pocas en verdad. Siempre para conversar con seres queridos que partían.
Tras el pasaje de Drausio y Diógenes, fue cuando se desarrolló más esa mediumnidad.
Dios me concedió esa bendición, compadeciéndose de mí, en dolorosa prueba materna.
No me desprendo cuando quiero, solamente cuando el Padre Celestial lo quiere.
Todos los encuentros que he tenido con mis hijos fueron Dádivas Celestiales que recibí sin esperarlas jamás.
Nunca sé cuando voy a salir de mi cuerpo. Acontece, siempre, cuando estoy despierta y pretendo adormecer. Salgo. Voy por el espacio. Sé que estoy en trabajo mediúmnico y que mi cuerpo quedó en la Tierra. Siento que estoy despierta.
Cuando eso ocurre debo estar guardada por los Mensajeros, pues nadie se aproxima a mí. Tal vez si eso aconteciese, yo tendría dificultad en volver. Con todo, nada siento. Regreso fortalecida y feliz. Siento que fui alimentada y encomiada espiritualmente.
Algunas veces percibo que estoy en la compañía de algún Amigo de la Vida Mayor. Otras, me veo sola. No tengo recelo. Sé que estoy protegida.
El lector debe acordarse de cuando fui a la «Morada de los que Mueren Pronto». Salí en compañía del hermano Belilo. Sentía que mi espíritu estaba doliente y me apoyaba en el hombro de él. Todos me preguntan si no tengo recelo de quedarme «allá». ¿Cómo podría tenerlo si allí están mis hijos?
Después tengo plena convicción de que sólo desencarnamos cuando nos llega la hora. A no ser que nos suicidemos. Lo que puedo decirles es que debemos de hacer todo lo posible para mejorar la mediumnidad. No sólo para servir en el intercambio entre los dos mundos, sino para nuestro propio bien. ¿Que conformidad mayor podremos tener que la de saber que somos eternos, de que la vida continúa? Esa convicción aumenta a medida que estamos en contacto con los espíritus. Ellos mismos nos vienen a hablar de la vida espiritual.
Es fácil perfeccionar la mediumnidad. Es suficiente que nos esforcemos por «amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos».
OBSERVACION:
Que esta afirmación mía, diciendo que salgo del cuerpo sin esperar, no vaya a servir para el regocijo de algunos científicos que no creen que se pueda aceptar el Espiritismo como Ciencia, por no ser experimental. Dicen ellos que no podemos provocar los fenómenos, que vienen sin ser esperados y, a veces, en presencia de personas no capacitadas para estudiarlos.
Hay un fenómeno que, a pesar de mi oscuridad, provoco cuando quiero, gracias a la voluntad de Dios.
Son los golpes que mis hijos dan en la lámpara, por medio de la cual conversamos y cualquier persona puede oír.
Es lo bastante que lea el Evangelio bajo esa lámpara que se encuentra sobre el guardarropa de ellos. Y, como ése, son muchos los fenómenos espirituales que podemos provocar. El más importante es el de la materialización.

ZILDA GIUNCHETTI ROSIN

domingo, 3 de febrero de 2013

VAMPIRISMO



La sesión de desarrollo mediúmnico, según deduje de la
conversación sostenida entre los amigos encarnados, había sido
muy pobre en resultados para ellos. Pero no había sucedido lo
mismo en nuestro ambiente, donde se podía ver enorme satisfacción
en todas las fisonomías, comenzando por Alejandro, que se
mostraba jubiloso.
Los trabajos habían durado más de dos horas y en efecto,
aunque me conservase retraído, ponderando las enseñanzas
obtenidas en aquella noche, observé en cada detalle, el intenso
esfuerzo realizado por los trabajadores de nuestra esfera. Muchos
de ellos, en gran número, no solo asistían a los compañeros
terrestres, sino que atendían también a largas filas de entidades de
nuestro plano que se hallaban sufriendo.
Alejandro, el dedicado instructor, se movió de mil maneras.
Y tocando la tecla que más me impresionara, en el círculo de
observaciones del noble concierto de servicios, aproximándose a
mí, afirmó satisfecho:
–Gracias al Señor, tuvimos una noche feliz. Hemos tenido
mucho trabajo contra el vampirismo.
¡Oh! El vampirismo era la tesis que me preocupaba. Había
visto los más extraños bacilos de naturaleza psíquica,
completamente desconocidos en la microbiología más avanzada.
No tenían la forma esférica de las cocáceas, ni el tipo de bastoncito
de diversas bacterias. No obstante, formaban también colonias
densas y terribles. Había reconocido su ataque a los elementos
vitales del cuerpo físico, actuando con mayor potencial destructivo
sobre las más delicadas células.
¿Qué significaba aquél mundo nuevo? ¿Qué agentes serían
aquellos, caracterizados por indefinible y pernicioso poder?
¿Estarían todos los hombres sujetos a su influencia?
No me contuve. Expuse al orientador, francamente, mis dudas
y temores.
Alejandro sonrió y consideró:
–¡Muy bien! ¡Muy bien! Usted vino a observar trabajos de
mediumnidad y está buscando su lugar como médico. Es natural.
Si estuviera especializado en otra profesión, habría identificado
otros aspectos del asunto en análisis.
Y para alentarme fraternalmente, añadió:
–Usted demuestra buena preparación ante la medicina
espiritual que espera por sus estudios.
Después de una larga pausa, prosiguió explicando:
–Sin referirnos a los murciélagos succionadores, el vampiro
entre los hombres, es el fantasma de los muertos, que se retira
del sepulcro en altas horas de la noche, para alimentarse con la
sangre de los vivos. No sé quien es el autor de semejante
definición, pero, en el fondo, no está equivocada. Apenas cumple
considerar que, entre nosotros, vampiro es toda entidad ociosa
que se vale, indebidamente, de las posibilidades ajenas y
tratándose de vampiros que visitan a los encarnados, es necesario
reconocer que ellos atienden a sus siniestros propósitos a cualquier
hora, siempre que encuentren oportunidad en la estructura carnal
de los hombres.
Alejandro hizo un ligero intervalo en la conversación, dando
a comprender que expusiera lo preliminar de más serios
esclarecimientos y continuó:
–Usted no ignora que, en el círculo de las enfermedades
terrestres, cada especie de microbios tiene su ambiente preferido.
El pneumococo se aloja habitualmente en los pulmones; el bacilo
de Eberth se localiza en los intestinos donde produce la fiebre
tifoidea; el bacilo de Klebs se sitúa en las mucosas donde provoca
la difteria. En condiciones especiales del organismo, proliferan
los bacilos de Hansen o de Koch. ¿Cree usted que semejantes
formaciones microscópicas se circunscriben a la carne transitoria?
¿No sabe que el macrocosmos está repleto de sorpresas en sus
variadas formas? En el campo infinitesimal, las revelaciones
obedecen al mismo orden sorprendente. André, amigo mío, las
enfermedades psíquicas son mucho más deplorables. La patología
del alma está dividida en cuadros dolorosos. La cólera, la
intemperancia, los desvíos del sexo, los vicios de varios matices,
forman creaciones inferiores que afectan profundamente la vida
íntima. Casi siempre el cuerpo enfermo denota una mente
enfermiza. La organización fisiológica, según conocemos en el
campo de los estudios terrestres, no va más allá del vaso de barro,
dentro del molde preexistente del cuerpo espiritual. Alcanzado el
molde en su estructura por los golpes de las vibraciones inferiores,
inmediatamente, el vaso las reflejará.
Comprendí a dónde deseaba llegar el instructor. Entretanto,
sus consideraciones relacionadas a las nuevas expresiones
microbianas, daban ocasión a ciertas indagaciones. ¿Cómo encarar
el problema de las formas iniciales? ¿Se encuadraba la afección
psíquica en el mismo cuadro sintomatológico que conociera, hasta
entonces, para las enfermedades orgánicas en general? ¿Habría
contagio en las molestias del alma? ¿Sería razonable que fuera así
en la esfera en la que los fenómenos patológicos de la carne ya no
deberían existir? Afirmaba Virchov que “el cuerpo humano es un
país celular, en el que cada célula es un ciudadano, constituyendo
la enfermedad una lucha entre ciudadanos, provocada por la
invasión de elementos externos”. De hecho, la criatura humana
debe luchar, desde la cuna, contra diversas flagelaciones climáticas,
entre venenos y bacterias de variados orígenes. ¿Cómo explicar,
ahora, el nuevo cuadro que se enfrentaba a mis escasos
conocimientos?
No pude retener la curiosidad. Recurriendo a la admirable
experiencia de Alejandro, pregunté:
–Amigo mío, ¿cómo se verifican los procesos mórbidos de
ascendencia psíquica? La afección, ¿no resulta del asedio de las
fuerzas exteriores? En nuestro dominio ¿cómo explicar la cuestión?
¿Es la perversión de la personalidad espiritual la que produce las
creaciones vampirísticas, o son éstas las que avasallan el alma,
imponiéndole ciertas enfermedades? En esta última hipótesis,
¿podríamos considerar la posibilidad del contagio?
El orientador me escuchó con atención y aclaró:
–Primero la siembra, después la cosecha; y tanto las semillas
de trigo como las de cualquier mala hierba, encontrando tierra
propicia, producirán a su modo y en la misma pauta de
multiplicación. En esa respuesta de la Naturaleza al esfuerzo del
labrador, tenemos simplemente la ley. Usted está observando el
sector de las larvas con justificable admiración. No tenga duda
alguna. En las molestias del alma, como en las enfermedades del
cuerpo físico, antes de la afección, existe el ambiente. Las acciones
producen efectos, los sentimientos generan creaciones, los
pensamientos dan origen a formas y consecuencias de infinitas
expresiones. Y en virtud de que cada Espíritu representa un universo
en sí, cada uno de nosotros es responsable por la emisión de las
fuerzas que lanzamos en circulación, en las corrientes de la vida.
La cólera, la desesperación, el odio y el vicio, ofrecen campo a
peligrosos gérmenes psíquicos en la esfera del alma. Y, tal como
acontece en el terreno de las enfermedades del cuerpo, el contagio
es aquí un hecho consumado desde el momento en que la impresión
o la necesidad de lucha establecen ambiente propicio entre
compañeros de un mismo nivel. Naturalmente, en el campo de la
materia densa, esa ley funciona con violencia, mientras que entre
nosotros, se desenvuelve con las modificaciones naturales. Además,
no puede ser de otro modo, ya que usted no ignora que muchas
personas cultivan vocación por el abismo. Cada vicio particular
de la personalidad, produce las formas sombrías que le son
consecuentes, y éstas, como las plantas inferiores que se arrastran
por el suelo, por enviciamiento del responsable, se extienden a las
regiones próximas en las que no predomina el espíritu de vigilancia
y de defensa.
Evidenciando extrema prudencia en el examen de los hechos
y advirtiéndome en contra de cualquier concepción indigna en el
ámbito de apreciaciones sobre la Obra Divina, agregó:
–Sé que su perplejidad es enorme; no obstante, usted no puede
olvidar nuestra condición de viejos reincidentes en el abuso de la
ley. Desde el primer día de razón en la mente humana, la idea de
Dios creó principios religiosos, sugiriéndonos las reglas del buen
vivir. Con todo, a medida que se refinan conocimientos
intelectuales, parece que el hombre, tiene menos respeto por las
dádivas sagradas. Con rarísimas excepciones, los padres terrenales
son los primeros centinelas viciados, actuando en perjuicio de los
hijitos. Comúnmente, a los veinte años, en virtud de la inercia de
los vigías del hogar, la mujer es una muñeca y el hombre un maniquí
de futilidades enfermizas, mucho más interesados en adornarse y
lucirse que en el esclarecimiento de los maestros; cuando alcanzan
lo alto de la montaña del casamiento, son, muchas veces, personas
excesivamente ignorantes o demasiado desviadas. Corresponde aun
reconocer que nosotros mismos, en todo el curso de las experiencias
terrestres, en la mayoría de las ocasiones, fuimos campeones del
endurecimiento y de la perversidad contra nuestras propias fuerzas
vitales. Entre abusos del sexo y de la alimentación, desde los años
más tiernos, no hacíamos otra cosa que desarrollar las tendencias
inferiores, manteniendo hábitos malignos. ¿Serían, pues, de
admirar, tantas molestias del cuerpo y tantas degeneraciones
psíquicas? El Plano Superior jamás niega recursos a los necesitados
de todo orden y valiéndose de las pequeñas oportunidades, auxilia
a los hermanos de la humanidad en la restauración de sus
patrimonios, ya sea cooperando con la Naturaleza o inspirando el
descubrimiento de nuevas fuentes medicinales y reparadoras. Por
nuestra parte, al despojarnos de los fluidos groseros a través de la
muerte física, a medida que nos elevamos en comprensión y en
capacidad, nos transformamos en auxiliares directos de las
criaturas. Pero, a pesar de ello, la maraña de la ignorancia es todavía
muy densa. Y el vampirismo mantiene considerable expresión,
porque si el Padre es sumamente misericordioso, es, también,
infinitamente justo. Nadie podrá confundir sus designios, y la
muerte del cuerpo, casi siempre sorprende al alma en terrible
condición parasitaria. De ese modo, la promiscuidad entre
encarnados indiferentes a la Ley Divina y los desencarnados que
han sido indiferentes a ella, es muy grande en la superficie terrestre.
Absolutamente faltos de preparación y habiendo vivido mucho más
de sensaciones animalizadas que de sentimientos y pensamientos
puros, las criaturas humanas, más allá de la sepultura, prosiguen
en muchísimos casos imantadas a los ambientes familiares que
alimentaban su campo emocional. Una dolorosa ignorancia que
les aprisiona los corazones repletos de particularidades,
encarcelados en el magnetismo terrestre, engañándose a sí mismos
y fortaleciendo sus antiguas ilusiones. Los infelices que cayeron
en semejante condición de parasitismo sirven de alimento habitual
a las larvas que usted observó.
–¡Dios mío! –exclamé, fuertemente asombrado.
Alejandro, atentamente, aclaró:
–Semejantes larvas, son portadoras de vigoroso magnetismo
animal.
Y observando tal vez que muchas y torturantes indagaciones
se entrechocaban en mi cerebro, el instructor consideró:
–Naturalmente que la fauna microbiana en análisis no será
servida en bandejas; bastará que el desencarnado se agarre a los
compañeros de la ignorancia todavía encarnados, cual hierba dañina
a los gajos de los árboles, para que pueda succionarles la sustancia
vital.
No conseguía disimular el asombro que me dominaba.
–¿Por qué tanta extrañeza? –preguntó el cuidadoso
orientador–, ¿qué hacíamos nosotros cuando nos hallábamos en la
esfera de la carne? ¿No se mantenían nuestras mesas a costa de
carne y vísceras de bovinos y de aves? Con el propósito de buscar
recursos proteicos, exterminábamos incontables pollos y carneros,
lechones y cabritos. Chupábamos los tejidos musculares, roíamos
los huesos. No satisfechos con matar a los pobres seres que nos
pedían rutas de progresos y valores educativos para mejorar la Obra
del Padre, aumentábamos el refinamiento de la explotación
milenaria y a muchos de ellos les infligíamos determinadas
molestias, para que nos sirvieran al paladar con la máxima
eficiencia. Poníamos al cerdo común en régimen de ceba, y el pobre
animal, muchas veces a costa de residuos, debía crear ciertas
reservas de gordura, hasta que se postrase totalmente al peso de
las grasas enfermas y abundantes. Colocábamos gansos en
determinadas condiciones para hacerlos engordar, para que
hipertrofiasen el hígado, con el fin de obtener sustanciosas pastas
destinadas a manjares que se hicieron famosos, despreocupándonos
de las faltas cometidas, pero con la supuesta ventaja, de enriquecer
la calidad culinaria. Para que nuestras ollas olieran agradablemente,
en nada nos dolía el cuadro conmovedor de las vacas madres en
dirección al matadero. Exagerábamos, con toda la responsabilidad
de la Ciencia, la necesidad de proteínas y grasas diversas, pero
olvidábamos que nuestra inteligencia, tan fértil para el
descubrimiento de comodidades y confort, hallaría recursos, sin
recurrir a la industria de la muerte, para encontrar nuevos elementos
y nuevos medios para conseguir suministros proteicos al organismo.
Olvidábamos que el auge de lacticinios para el enriquecimiento de
la nutrición es una elevada tarea, pues vendrán tiempos para la
Humanidad terrestre en que el establo, como el hogar, será también
sagrado.
–Con todo, amigo mío, –propuse considerar–, la idea de que
muchas personas viven en la Tierra a merced de vampiros invisibles,
es francamente desagradable e inquietante. ¿Y dónde queda la
protección de las altas esferas? ¿Y el amparo de las entidades
angélicas, y la amorosa defensa de nuestros superiores?
–Querido André, –dijo Alejandro con benevolencia–,
debemos afirmar la verdad aunque resulte en contra de nosotros
mismos. En todos los sectores de la Creación, Dios, nuestro Padre,
colocó a los superiores y a los inferiores para el trabajo de evolución
a través de la colaboración y del amor, de la administración y de la
obediencia. ¿Acaso nos atreveríamos a declarar que hemos sido
buenos para con los seres que nos son inferiores? ¿No les hemos
arrebatado la vida, personificándonos como diabólicas figuras en
sus caminos? Claro que no deseamos crear un principio de falsa
protección a los irracionales, obligados, como nosotros, a cooperar
con la mejor parte de sus fuerzas y posibilidades en el
engrandecimiento y en la armonía de la vida, ni sugerimos la
peligrosa conservación de los elementos reconocidamente dañinos.
Pero, debemos aclarar que, en el capítulo de la indiferencia para
con la suerte de los animales, de la cual participamos en el cuadro
de las actividades humanas, ninguno de nosotros podría, en sana
conciencia, tirar la primera piedra. Los seres inferiores y necesitados
que se hallan en el Planeta, no nos encaran como superiores
generosos e inteligentes y sí como verdugos crueles. Confían en la
tempestad furiosa que perturba las fuerzas de la Naturaleza, pero
huyen, desesperados, ante la aproximación del hombre de cualquier
condición; con la excepción de los animales domésticos que, por
confiar en nuestras palabras y actitudes, aceptan el cuchillo en el
matadero, casi siempre con lágrimas de aflicción, incapaces de
discernir con el raciocinio aún embrionario, donde comienza
nuestra perversidad y donde termina nuestra comprensión. Si no
protegemos ni educamos a aquellos que el Padre nos confió, como
frágiles gérmenes de racionalidad todavía en los pesados vasos
del instinto, si abusamos largamente de su incapacidad de defensa
y de conservación, ¿cómo exigir el amparo de superiores benévolos
y sabios, cuyas más sencillas instrucciones son para nosotros
difíciles de soportar, por nuestra lamentable condición de
infractores de la ley de auxilios mutuos? En su condición de médico,
usted no puede ignorar que el embriólogo, contemplando el feto
humano en sus primeros días, a distancia del vehículo natural, no
podrá afirmar, con certeza, si tiene ante sus ojos el germen de un
hombre o de un caballo. El médico forense, encuentra dificultades
para determinar si la mancha de sangre encontrada eventualmente
proviene de un hombre, de un perro o de un mono. El animal posee
igualmente su sistema endocrino, sus reservas de hormonas, sus
procesos particulares de reproducción en cada especie y, por eso
mismo, ha sido un auxiliar precioso y fiel de la Ciencia en el
descubrimiento de los más eficientes servicios de curación de las
enfermedades humanas, colaborando activamente en la defensa
de la Civilización. Sin embargo…
El instructor se interrumpió y, considerando la gravedad del
asunto, pregunté con emoción:
–¿Cómo solucionar problemas tan dolorosos?
–Los problemas son nuestros –aclaró el generoso amigo,
tranquilamente–, no nos corresponde condenar a nadie.
Abandonando las fajas de nuestro primitivismo, debemos despertar
nuestra propia conciencia para alcanzar la responsabilidad
colectiva. La misión del superior es amparar al inferior y educarlo.
Y nuestros abusos para con la Naturaleza están profundamente
enraizados en todos los países, desde hace muchos siglos. No
podemos renovar los sistemas económicos de los pueblos, de un
momento para otro, ni sustituir, de manera repentina, los hábitos
arraigados y viciosos de alimentación impropia. Reflejan ellos,
igualmente, nuestros errores multimilenarios. Pero, en nuestra
calidad de hijos endeudados para con Dios y para con la Naturaleza,
debemos proseguir en el trabajo educativo, despertando a los
compañeros encarnados más experimentados y más esclarecidos,
en beneficio de la nueva era en la que los hombres cultivarán el
suelo de la Tierra por amor y se valdrán de los animales con espíritu
de respeto, educación y entendimiento.
Después de ligero intervalo, el instructor observó:
–Semejante realización, es de importancia esencial en la vida
humana, porque, sin amor para con nuestros inferiores, no
podremos esperar la protección de los superiores; sin respeto para
con los otros, no debemos esperar el respeto ajeno. Si hemos sido
vampiros insaciables de los seres frágiles que, entre las formas
terrenas, nos rodean, abusando de nuestro poder racional ante la
debilidad de la inteligencia de ellos, no está demás que, por fuerza
de la animalidad que la mayoría de las criaturas humanas aún
conserva, vengan a caer desveladamente, en situaciones enfermizas
a causa del vampirismo de las entidades que le son afines en la
esfera invisible.
Las aclaratorias de Alejandro, suministradas sin presunción
y sin crítica, penetraban en mí profundamente. Algo nuevo se
despertaba en mi ser. Era el espíritu de veneración hacia todas las
cosas, y el reconocimiento efectivo del Paternal Poder del Señor
del Universo.
El delicado orientador, me interrumpió el transporte de íntima
adoración al Padre, acentuando:
–Según puede observar, el legítimo desenvolvimiento
mediúmnico, es un problema de ascensión espiritual por parte de
los candidatos a las percepciones sublimes. Mientras tanto, André,
no importa que nuestros amigos ansiosos por lograr los altos valores
psíquicos, hayan venido hasta aquí sin la debida preparación.
Aunque incipientes en el asunto, ganaron muchísimo, porque fueron
auxiliados contra el vampirismo venenoso y destructor. Usted se
sorprendió con las larvas que les aniquilaban sus energías
espirituales; ahora verá a las entidades explotadoras que
permanecen fuera del recinto, esperando su regreso.
–¿Allá afuera? –pregunté alarmado.
–Sí –respondió Alejandro–. Si nuestros hermanos
consiguieran de hecho aplicarse a sí mismos los deseables golpes
de la disciplina, ganarían mucho en fuerza contra la influencia de
los infelices que los siguen; pero, lamentablemente, son muy raros
los que se mantienen con la necesaria resolución en el terreno de
la aplicación viva de la luz que reciben. La mayoría, al ser roto
nuestro círculo magnético, organizado en el curso de cada reunión,
olvida las bendiciones recibidas y se vuelve, nuevamente, hacia
las mismas condiciones deplorables en que se hallaba horas antes,
subyugada por los vampiros, renitentes y crueles.