lunes, 24 de diciembre de 2012

¡NO ME QUIERO IR!



Entre los pasajeros de un tranvía, me llamó la atención una joven de unos dieciocho años, que tenía la belleza de los que se van. Los lla­mados a dejar la Tierra tienen en sus ojos extraños y vívidos resplandores; llevan dibujada en sus labios una sonrisa, triste y amarga, y su talle se inclina, a semejanza de los lirios marchitos. Mi compañera de viaje vestía de luto, elegante. Acompañaba a su padre, que la miraba cariño­samente. Ella, a su vez, miraba a todos lados, con la confianza de los ni­ños mimados. Cuando estaba más distraída, una tos leve, pero tenaz, le hizo sacar un pañuelo y aplicárselo a los labios, para ahogar un gemi­do. Su padre nada dijo, pero la contempló con angustia, hasta que pa­sado el acceso, volviese ella a su padre con el mayor cariño, le arregló una punta de la corbata, le habló en voz baja, le miró de modo tan ex­presivo y se acercó tanto a él... que parecía buscar el calor de otro ser para retener la vida que se le escapaba. ¡Cuánto decían sus ojos! ¡Pobre niña! Su presencia trajo a mi memoria el recuerdo de otra joven que, como ella, decía también: ¡No me quiero ir!
II
Paseando por una huerta, me llamó la atención una linda casita si­tuada a corta distancia, y pregunté al jardinero que me guiaba:
-¿Quién vive en aquella casita?
-Un loco.
-¿Un loco?
-Sí, señora; pero loco pacífico; no molesta a nadie; da limosnas a los necesitados, y hace el bien a manos llenas, aunque no es rico; pero más hace el que quiere que el que puede.
-Entonces ese hombre no está loco.
-Sí que lo está; sepa usted que ese señor es médico: ganaba el di­nero que quería, porque hacía curas milagrosas. De pronto se encerró en su casa y no ha querido visitar más; ¡y cuidado que viene gente a consultarle! Hay épocas, que vienen como en peregrinación; pero es inútil, su criado se encarga de despedir y cerrar la puerta a todos
-Tendrá algún motivo para proceder así.
-Motivo... motivo... le diré a usted: dicen que se le murió una hija; pero, ¿y eso qué es? A todos los padres nos sucede lo mismo. A mí se me han muerto varios hijos y me he resignado, y ese, por una que se le ha muerto, hace unos aspavientos... que, vamos... el pobre está loco re­matado.
-Y se conoce que tiene bien cuidado el jardín.
-Como que el loco se pasa horas y horas cultivándolo.
-Me gustaría pasar al jardín del doctor y conocerle personalmente.
-Nada más fácil. Vaya usted con mi hija Teresina.
Y salimos, dirigiéndonos a la posesión del vecino. Pronto estuve ante un caballero como de cincuenta años, alto, del­gado, de porte gentil, que me saludó cortésmente y se convirtió en nuestro cicerone, haciéndonos recorrer todo su domicilio: el jardín, una selecta biblioteca, el salón para recibir, un gabinete de estudio y un laboratorio para experimentos químicos. En este aposento me llamó la atención un cuadro de grandes di­mensiones, cubierto con un tapiz negro, en el cual había un letrero do­rado que decía: ¡No me quiero ir! Teresina, algo revoltosa, quiso saber qué había debajo de aquel tapiz. Mientras, el doctor me hablaba de botánica; cuando, de pronto, oímos un grito lanzado por Teresina, y vimos que, al tocar la pobre criatura el tapiz de aquel cuadro, éste se desprendió, cayendo a los pies de la curiosilla, quedando descubierto el retrato de una hermosa jo­ven, cuyas largas trenzas de oro se perdían entre los encajes de su vestido blanco. El doctor se encolerizó súbitamente; pero su enojo duró un instan­te. Teresina se asustó de tal modo, que cayó de hinojos ante el cuadro, gritando:
-¡Virgen mía! ¡Virgen mía!... ¡Sálvame!
El doctor, al oír aquella súplica, se conmovió, y levantando a la niña ,con dulzura, le dijo:
-¡Sabes quién es esa?
-Sí, señor. Es la Virgen. ¡Qué bonita es!
El rostro del médico cambió de color: dejóse caer en un sillón y co­menzó a llorar con inmenso desconsuelo. Le pedí disculpas por haberle ocasionado tal disgusto, y él se levan­tó para explicar su estado especial, y al salir al jardín, me dijo con cierta ansiedad el doctor:
-Señora, ¿cree usted que yo estoy loco?
-Sí, está usted loco; pero loco... de dolor.
-Gracias a Dios que hallé quien me comprenda: ¿ha perdido usted también a su única hija?
-No, señor; por esta vez no me he creado familia.
-¿Cómo por esta vez? ¿Venimos acaso muchas veces a la Tierra?
-Todas las que nos son necesarias para nuestro progreso.
-¿Qué dice usted, señora?
-¿No ha leído usted las obras de Allan Kardec? ¿No oyó hablar del Espiritismo?
-Algo, pero no le di crédito.
-Pues usted, más que otros, debía estudiar las obras espiritistas.
-¿Por qué?
-Porque se comprende que es usted profundamente desgraciado. Usted se cree solo, y probablemente el espíritu de esa hermosa joven del retrato estará constantemente a su lado.
-No me hable usted en ese sentido, señora; creo que concluiría por volverme loco de veras. ¡Los muertos no vuelven! ¡Oh! ¡Si volvie­ran... mi Angelina estaría aquí!...
Y cubriéndose el rostro con las manos, se alejó...Tristemente preocupada regresé, aquella noche, a la ciudad.
III
Seis meses después, en una sesión espiritista, vino a saludarme un caballero.
-Señora -me dijo-, le debo a usted más que la vida; ¿no me re­cuerda?... Soy aquel loco que usted visitó en la casita de campo.
-¿Y cómo usted por aquí?
-Usted tiene la culpa. Desde el día que vino usted a mi casa, co­mencé a leer las obras espiritistas.
-¿Y qué ha sacado usted en claro de su estudio?
-Negar el todo y negar la nada. He salido de aquella atonía que me hacía morir por consunción; he vuelto a la vida, porque he vuelto a la duda; creía que en la tumba terminaba todo, y crea usted que no hay nada más horrible que encerrar la creación en el hueco de un sepulcro.
Nos sentamos, y el doctor hízome estas confidencias:
-A los veintitrés años, me casé por amor, mejor dicho, por lástima, con una pobre niña que encontré una noche en la calle llorando amar­gamente, porque su madre la golpeaba sin piedad; ¿y por qué? Asóm­brese usted, señora: ¡porque la infeliz no quería ir a un lupanar! Me impresionó tanto aquella escena, y más aún cuando la niña se dirigió a mí, exclamando: «¡Sálveme usted, señor; sálveme!», que la tomé en mis brazos, pedí auxilio a la autoridad, y aquella noche misma quedó depositada en casa del juez la que un mes después fue mi esposa. Un año fui feliz a su lado. ¡Sofía era un ángel! A los diez meses de casada dio a luz a una niña hermosísima: no hay Virgen de Murillo tan hermosa como lo era la virgen de mi amor acariciando a nuestra hija. Dos meses viví extasiado contemplando a Sofía, y a mi Angelina recibiendo del pecho de su madre el néctar de la vida. Cuando era yo más dichoso y todo me sonreía y veíalas madre e hija y me llamaban soñando, he aquí que una tisis galopante me arrebata a Sofía, sin com­prender yo que tuviera tal enfermedad. ¿Por qué no han de ser inmor­tales los seres a quienes amamos? Me consagré a mi hija apasionadamente. Diecinueve años perma­neció Angelina en la Tierra. Yo mismo la eduqué. No quise que ningu­na influencia extraña a mi cariño tomara parte en su educación e instrucción. Yo le daba libertad para que gozara mi hija de todos los afectos de la infancia y de la juventud. Ya mujer, fue galanteada y admirada por su belleza. Yo era completamente dichoso. A los dieciséis años comenzó a palidecer y yo a temblar. Comp­rendí que tenía la enfermedad de su pobre madre. Tres años luché desesperadamente, haciendo prodigios con mi hija; adquirí una reputación extraordinaria, porque al mismo tiempo ensayaba en otros en­fermos las medicinas que después le daba a Angelina, y muchas ma­dres desoladas vinieron a bendecirme, por haber salvado la vida de sus hijos. Angelina, abrazada a mi cuello, declame con voz dulcísima:
-Soy muy feliz a tu lado; estoy muy contenta de estar en la Tierra; no me quiero ir, ¿oyes?, ¡no me quiero ir!
Aquella súplica me partía el al­ma. ¡Cuando no me la hacía con los labios, me la hacía con los ojos! Muchas noches, estando yo en mi despacho, la veía entrar, apoya­ba su cabeza en mi hombro, y mirando el libro que yo leía, exclamaba:
-Estudias para mí, ¿es verdad? Sí, sí, estudia, estudia mucho; ya sa­bes que no me quiero ir.
Estaba agonizando y aún decía débilmente, mimosamente:
-¡Te quiero mucho, papá mío!, ¡no quiero irme!
Murió; maldije de la ciencia; lloré, me hice completamente egoís­ta, hasta negarme a recibir y visitar enfermos; muerta mi hija, ¡qué me importaba que reventara el mundo entero!... Así he vivido ocho años, creyendo a veces que estaba loco, porque oía claramente la voz de mi Angelina. Corría como un loco a mirar el retrato de mi hija, Figurándo­me que iba a saltar del cuadro, y desengañado, caía rendido de fatiga, pidiendo a gritos la muerte. Por eso los criados creían que me había vuelto loco; pero vino usted aquel día y me dijo que verdaderamente estaba loco... de dolor. Estudié el Espiritismo, según consejo de usted, y esta creencia me consuela y me explica por qué oigo la voz de mi hija. Ahora es cuando repito con Pitágoras: Allá es aquí, y aquí es allá.
IV
Un año después, volví a ver al doctor en un hospital. Estaba hablan­do cariñosamente con varios enfermos. Al verme, me acompañó, sa­liendo juntos de aquel triste asilo.
-Amalia -me dijo-, al estudio del Espiritismo debo mi renacimiento físico, intelectual y moral. Yo me iba asesinando poco a poco: mataba mi actividad en una inacción vergonzosa; ahogaba mi sentimiento en la innoble atmósfera del egoísmo, y mi inteligencia en la de­sesperación y el escepticismo. Hoy trabajo, acudo a los hospitales, curo a los enfermos, estudio y me relaciono de nuevo con la ciencia. En mi soledad vivo acompaña­do, pues he logrado comunicarme con mi Angelina. Nunca me aban­dona su espíritu. Cuando nos despedimos, pensaba yo: ¡Una víctima menos! Ayer le apellidaban loco; hoy le reputan sabio; ayer era inútil para los demás; hoy se complace en suavizar el dolor ajeno, y emplea su inteligencia en bien de la Humanidad.
¡Bien haya la escuela espiritista!