Aun en esta descreída época y entre la vorágine civilización, a
despecho de la ciencia dogmática y de la mortífera opinion del materialismo puede hallar quienquiera que se tome el trabajo de fijar la atención en ellos, numerosos ejemplos de mediación protectora, inexplicable desde el punto de vista del
materialismo. A fin de darle al lector prueba de ello, resumiré brevemente unos cuantos ejemplos de los referidos por escritores veraces, y además otros dos de que adquirí noticia directa.
Circunstancia muy atendible en estos recientes ejemplos es que, según parece, la mediación tuvo casi siempre por objeto proteger o salvar a la infancia. Hace pocos años sucedió en Londres un interesante caso relacionado con la salvación de
un niño en un terrible incendio que estalló cerca del barrio de Holborn, destruyendo por completo dos casas. Las llamas habían tomado tal incremento antes de advertirse el siniestro, que los bomberos se vieron precisados a dejar que el fuego devorase las casas, convirtiendo todos sus esfuerzos a localizar el incendio y poner en salvo a los moradores. Lograron salvarlos a todos excepto dos: una vieja que murió asfixiada por el humo, antes de que los bomberos pudiesen auxiliarla, y un niño de cinco años de quién
nadie se había acordado entre la turbación y pánico que a los inquilinos les causara la voz de fuego. Sin embargo, semejante olvido tenía su fundamento psicológico, porque el niño no habitaba de ordinario en aquella casa, sino que obligada su madre a ir a
Colchester para asuntos de familia, lo había confiado aquella noche a la hospitalidad de una parienta suya que era precisamente inquilina de una de las casas incendiadas. Así es, que cuando todos estuvieron en salvo y los edificios envueltos en llamas, se acordó
la pobre mujer con espanto del niño cuya guarda le habían confiado. Viéndose impotente de volver a la casa y llegar hasta la alcoba del niño, prorrumpió en desesperado llanto; pero un bombero resolvióse entonces a intentar un supremo
esfuerzo, y enterado por la inquilina de la exacta situación de la alcoba, penetró heroicamente por entre aquel infierno de fuego y humo. A los pocos minutos reaparecía con el niño sano y salvo, sin el más leve chamusqueo. El bombero refirió que la alcoba estaba ardiendo y con la mayor parte del suelo hundido, pero que las llamas, contra su natural propensión, retorcían sus lenguas hacia
la ventana de modo tal que jamás lo había él notado en su larga experiencia del oficio, dejando enteramente intacto el rincón donde estaba la cama del niño, aunque ya se veían medio quemadas las vigas del techo. Dijo también que había encontrado al niño presa
del natural terror, pero que al acercarse a él con serio peligro de su vida (y esto lo declaró el bombero repetidas veces), vió una figura como de ángel «gloriosamente albo y resplandeciente, inclinado sobre la cama en actitud de cubrir al niño con la colcha».
Estas últimas fueron sus propias palabras. Añadió después que no había sido víctima de alucinación alguna, porque el ángel estaba rodeado de un nimbo de luz y pudo verle distintamente por unos cuantos segundos, antes de que desapareciese al acercarse el
salvador a la cama del niño. Otra circunstancia curiosa de este suceso fue que, aquella misma noche, la madre del
niño no pudo conciliar el sueño en su alojamiento de Colchester, viéndose continuamente atormentada por la tenaz idea de que a su hijo le amenazaba una desgracia. Tan persistente fue el presentimiento, que por último se levantó para
impetrar fervientemente del Cielo que protegiese al niño y le salvase del peligro que sobre él se cernía. La intervención fue así evidentemente lo que un cristiano llamaría “escucha de una plegaria”; pero un espiritista, expresando la misma idea con más
científica frase, dirá que el interno desbordamiento del amor maternal constituyó la fuerza aprovechada por uno de nuestros protectores invisibles para salvar al niño de espantosa muerte.
Otro caso de milagrosa protección a la infancia ocurrió en las riberas del Támesis, cerca de Maidenhead, pocos años antes del ya referido.
Esta vez el peligro no provino del fuego, sino del agua. Tres pequeñuelos, que, si mal no recuerdo, vivían en el pueblo de Shottesbrook o cerca de allí, fueron a dar un paseo
con su aya por la margen del remolque. De pronto, en una revuelta se les echó encima un caballo que remolcaba una lancha y en la confusión del atropello dos de los niños se
adelantaron hacia el lado izquierdo de la soga y tropezando en ella cayeron al río. El barquillero, al percatarse del accidente, se abalanzó con intento de salvarlos, pero asombrado vid que como por milagro flotaban sobre el agua, moviéndose suavemente
hacia la orilla. Esto fue lo que el barquillero y el aya presenciaron; pero los niños refirieron acordemente que “un hermoso joven de resplandeciente blancura” había estado junto a ellos en el agua, sosteniéndolos y guiándolos hacia la orilla. La hija del
barquillero, que a los gritos del aya acudió desde su choza, dijo en corroboración del relato de los niños, que también ella había visto como «una hermosa señora» los conducía hacia la orilla.
Sin conocer todos los pormenores del caso expuesto, es imposible asegurar qué especie de protector era este ángel, pero la opinión más razonable se inclina a suponerle un ser humano de adelantado perfeccionamiento que actuaba en el plano astral, según veremos
más tarde al discurrir sobre este asunto, desde el punto de vista de los protectores con preferencia al de los protegidos.
El conocido sacerdote Dr. John Mason Neale, cita un caso en el que se echa de ver más distintamente la acción protectora. Cuenta el reverendo Mason que un hombre recién enviudado fue de visita con sus niños a la casa de campo de un amigo. Era la casa vieja,
estaba aislada, y en la planta baja había largos y oscuros corredores por donde los niños acostumbraban a jugar placentera mente al escondite. Pero en aquella ocasión quisieron subir al primer piso con gravedad de personas mayores, y dos de ellos dijeron que, al pasar por uno de loscorredores, se les había aparecido su madre, mandándoles retroceder. Examinado el lugar del suceso,
evidencióse que de subir los niños unos cuantos peldaños más, se hubiesen caído a un patio descubierto, interpuesto en su camino. La aparición de su madre los salvó así de una muerte segura.
En este ejemplo parece indudable que la misma madre estaba celando todavía por sus hijos desde el plano astral, y que (según ha sucedido en algunos otros casos) su intenso
deseo de preservarlos del peligro en que tan descuidadamente iban a perecer, le dio la facultad de manifestarse visible y auditivamente por un instante, a sus hijos; o tal vez sólo la de sugerirles la idea de que la veían y escuchaban. Es posible también que
cualquier otro protector, para no amedrentar a los niños, tomase la figura de la madre; pero la hipótesis más racional es atribuir la mediación a los efectos del siempre vigilante
amor maternal sutilizado al cruzar los dinteles de la muerte; porque este amor, uno de los más santos y abnegados sentimientos humanos, es también uno de los más persistentes en los planos suprafísicos. No sólo cuida y vela por sus hijos la madre que
mora en los niveles inferiores del plano astral, y por consiguiente en roce con la tierra, sino que aun después de remontarse a las celestiales esferas, mantiene sin desmayo el
pensamiento en sus hijos, y la opulencia de amor que derrama sobre las imágenes que de ellos forja, constituye un potísimo desbordamiento de fuerza espiritual que fluye
sobre sus pequeñuelos, todavía sujetos a las condiciones de este mundo inferior, rodeándolos de vívidos núcleos de bienhechora energía que bien pudieran considerarse como verdaderos ángeles de la guarda. No hace muchos años, la hija menor de un obispo anglicano salid a pasear con su madre
por las calles de la ciudad en donde vivían, y al cruzar inadvertidamente de una a otra
acera, la niña fue atropellada por los caballos de un carruaje que embocaba por la esquina. Viéndola su madre entre las patas de los animales, abalanzóse con el natural temor de que hubiese recibido grave daño; pero la niña se levantó ilesa del suelo,
diciendo: «¡Oh mamá! No me he hecho daño, porque un alguien, vestido de blanco, evitó que los caballos me pateasen, ahuyentando de mí todo temor.» Un caso ocurrido en el condado de Buckingham cerca de Burnham Beeches es notable por haber persistido durante bastante tiempo la manifestación física del auxilio
espiritual. En los ejemplos anteriores, la intervención fue de pocos momentos, mientras que en el que vamos a referir duró el fenómeno más de media hora. Dos niños de un modesto colono se quedaron a jugar en la solana mientras que sus padres y los mozos de labranza estaban en el campo ocupados en las faenas de la
recolección. Los chicuelos, ansiosos de corretear por el bosque, se alejaron demasiado de la casa y no dieron con el camino de vuelta. Cuando los fatigados padres regresaron al oscurecer, echaron de menos a los niños, y después de buscarlos infructuosamente
por las casas vecinas, enviaron a los jornaleros en pesquisas por distintas direcciones. Sin embargo, toda la exploración resultó inútil, volviéndose al cortijo con afligido semblante; pero entonces vieron a lo lejos una luz extraña que se movía lentamente a
través de los campos lindantes con la carretera. La luz tenía la forma de una esfera de hermoso color dorado, enteramente diferente de la de los relámpagos, permitiendo
distinguir a los dos niños que todavía correteaban por el campo iluminado por la prodigiosa claridad. Los padres y sus criados acudieron inmediatamente al paraje
indicado, persistiendo la luz hasta que, reunidos con los niños extraviados, se desvaneció en tenebrosa oscuridad.
Lo sucedido fue que al llegar la noche y viéndose perdidos, erraron los niños por el bosque después de pedir socorro a gritos durante algún tiempo, hasta que al fin el sueño
los rindió al pie de un árbol. Luego, según ellos mismos dijeron, los despertó una hermosísima señora que llevaba una lámpara y que, cogiéndolos de la mano, los iba
encaminando a casa cuando sus padres los encontraron. Por más que los niños dirigieron algunas preguntas a la aparición, ésta no hizo más que sonreír sin pronunciar palabra. Los dos niños demostraron tal convencimiento en el relato, que no hubo medio
de quebrantar su fe en lo que habían visto. Digno de mención es, sin embargo, que aunque todos los circunstantes vieron la luz y pudieron distinguir perfectamente los árboles y plantas que caían dentro del círculo de iluminación, para ninguno de ellos,
sino para los niños, fue visible la aparición.