¡Tic-tic… tic-tic… tic-tic… tic-tic, tic-tic, tic-tic… tic, tic, tic, tic, tic!
¿Eh? ¿Cómo? Ah, sí, por fin sonó la alarma del reloj. Ya iba siendo hora, caramba, que me estaba aburriendo de tanta espera. Son las ocho en punto de la mañana. Por fin este desgraciado se despertará y podré retomar mi trabajo. ¡Maldito seas tú, Roberto y todos los de tu estirpe! Este es para mí el mejor momento del día, cuando te acabas de levantar, cuando tu mente está blanda como el barro fresco, moldeable. Es el instante ideal para depositar en ella mi mala huella a fin de que esta te acompañe a lo largo de toda la jornada. Pero ¡qué asco me das, examigo y excompañero!
Tantas fechas juntos disfrutando del trabajo en la oficina, compartiendo esfuerzos, consultándonos ambos las cuestiones más difíciles para sacar adelante nuestras respectivas tareas. Y cuando mejor iban las cosas, cuando todo parecía ir de maravilla, me apuñalaste por detrás y me hiciste caer en la peor de las trampas que se puede tender a un amigo: la pérdida de la confianza, el golpe traicionero que no esperas, la falta de lealtad, la deshonestidad… No acabaría nunca si me pusiera a enumerarlas una a una. ¡Quién iba a decirlo! Pero estas cosas, aunque deploren la condición humana, ocurren y una vez que suceden, no cabe mirar hacia el otro lado sino que hay que responder rápido y con agresividad a la ofensa recibida, al bofetón que la indignidad y la cobardía de tu mejor colega te ha propinado en mitad del rostro.
¡Dios, qué dolor, qué afrenta! Por si no lo sabes, yo no soy un estúpido y este Eusebio que te habla, que te observa y que te controla a cada segundo que transcurre, ha dejado de ser la persona tontorrona e inocente del pasado. Ya he espabilado lo suficiente y aunque no te lo creas, tú has sido el principal artífice del despertar de mi astucia, gracias a los palos que me diste por la espalda y que tanto sufrimiento me causaron. ¡Qué gran verdad es que se aprende tanto de los disgustos de la vida!
Me obligaste a sentir pena de mí mismo, a compadecerme como una criatura indefensa y desdichada que lo perdió todo, pero mira bien que al final, la verdad siempre resplandece por más que la pretendieras esconder con tu infame actuación. Yo ya sospechaba algo, o quizá fuera el autoengaño lo que me mantenía a salvo de ahogarme en la propia laguna de mis pensamientos, o tal vez tuviera pánico a destapar un asunto al que no pretendía mirar ni de refilón.
¡Ay, mi buena Carolina! Es cierto que yo fui el gran perjudicado por esta estafa emocional que me costó hasta la misma vida, pero mi amor, tú fuiste la gran damnificada por obra y gracia de este maldito embaucador de afectos. Él fue el que te dejó viuda y rota por dentro en mil pedazos. Llevábamos diez años felizmente casados como pareja ideal. Es verdad que no teníamos hijos pero no por imposición del destino sino simplemente porque no deseábamos que ninguna criatura interfiriera en nuestro idilio permanente. Cuando nos conocimos, nos sentíamos henchidos de ilusiones, esperanzados por un brillante futuro de pasiones amasadas que se estrechaban en el devenir de nuestros rumbos.
Bastaba tan solo una mirada entre nosotros para que tú me comprendieras a mí y yo te entendiera a ti. Eras una criatura celestial, tan vital, tan plena de los más blancos sentimientos que siempre había espacio en mis oraciones para dar gracias al cielo por haber permitido que te cruzaras en mi camino. Reconozco que en nuestra última etapa habíamos perdido un poco el encanto de esa magia que de continuo nos envolvía, pero por más indicios de los que yo pudiera sospechar, jamás me habría imaginado que ese traidor te iba a absorber tus más bellos pensamientos hasta introducirse en tus adentros y en el bosque de tus intimidades.
Tú, mi flor que jamás se marchita, eras tan clara, tan transparente a las pupilas de mi alma, resplandecías tanto ante los ojos de la vida, que aunque ha pasado el tiempo aún confío en que puedas venir a mis brazos de nuevo, pues has de saber que te sigo queriendo como el primer día en el que trenzamos nuestras miradas y en el que supimos que estábamos hechos el uno para el otro.
Mi dulce Carolina, tu nobleza ha resultado cercenada por las artimañas tejidas por la mente turbia de alguien que compartió conmigo sus secretos más recónditos. Y pensar que era él el que se mostraba tan sonriente y educado cuando el muy desgraciado ya te tenía entre sus brazos, él, que se mostraba tan atento y colaborador en la oficina ante mis requerimientos, cuando con una mano me ofrecía su amistad y con la otra clavaba una daga sobre mi garganta hasta romper mis venas.
Debes perdonarme una y mil veces, mi amor. Quizás durante el último período no estuve lo suficientemente pendiente de ti; debería haber procedido con una mayor vigilancia, siendo más observador para darme cuenta de la taimada acción de ese bastardo que arruinó el curso de mi existencia sobre la tierra que pisábamos. Cuántas comidas de la empresa compartimos, cuántos momentos hablando de nuestros temas, de nuestras inquietudes. Y él tan complaciente, tan amable, y yo como un imbécil, sin saber que estaba urdiendo un plan que acabaría con mi matrimonio y hasta con mi aliento. Cuanto más lo pienso, más me maldigo, por mi estúpida irresponsabilidad que ahora, querida mía, ya ves, tan cara me ha costado.
No te preocupes más, mi Carolina, que este ser tan perverso no va a escapar sin castigo. Yo sé cómo responder a su afrenta y sé cómo golpearle donde más le duele. He aprendido mucho en este período, he adelantado en conocimientos y ahora que estoy viendo resultados gracias a mi persistente labor, no voy a desistir, no voy a abandonar mi tarea sino que le apretaré aún más hasta exprimirle todo el jugo de mala hiel que lleva dentro y dejarle seco. Te prometo que no me detendré hasta destruirle, al igual que él hizo conmigo y con nuestra maravillosa relación. Ese es mi objetivo: quiero que sufra como yo, que pase por la angustia de sentirse traicionado, decepcionado, engañado. Eso es lo único que ocupa en la actualidad mi cabeza. No pararé hasta contemplar a este depravado arrodillarse ante mí pidiendo perdón por la infamia cometida.
Todavía recuerdo el fatídico momento, aquel en el que se reflejó en mis pupilas la noche más oscura de mi alma, el instante supremo que me arrastró a mi propia aniquilación. Un buen amigo me avisó de que os había visto juntos en un hotel en las afueras de la ciudad. Quise evadirme de esa presión psicológica, la de no querer mirar al espejo de la realidad, pero debí entender que la advertencia tendría una buena razón de ser, porque el compañero que me pasó tal indicación era persona seria que jamás me había fallado y en la que tenía toda mi confianza.
Finalmente, no pude resistirme al murmullo cada vez más creciente que en cuestión de minutos corroía mi pensamiento y decidí investigar por mi propia cuenta la terrible conjura denunciada. Con el miedo en el cuerpo y un nudo en mi garganta, me dirigí al lugar donde supuestamente os habíais reunido. Agazapado y sin descender del coche, te vislumbré, amada Carolina, en la lejanía de los cristales de la cafetería, sentada al lado de una mesa. Pero para mi sorpresa ¡estabas sola! Efectué un largo suspiro como dando gracias al cielo por si todo había resultado una bendita equivocación, pero de repente, acabada la fugaz ilusión, volví a agobiarme y me di cuenta de que no existía otro motivo para que tú permanecieras allí salvo porque hubieras concertado una cita con alguien.
Pronto, mis peores presagios se vieron confirmados cuando logré entrever la larga silueta de ese infame hombre. Cuando al sentarse junto a ti te agarró la mano para a continuación darte un cálido beso en los labios, mi mundo se resquebrajó y un terremoto de magnitudes colosales provocó que la casa de mis sueños se hiciera añicos. Sentí la sangre circular por mis adentros a trompicones, como las aguas por una tubería que se inunda por primera vez.
¡Dios mío, cómo detesto mi cobardía! Ahora lo veo claro. ¿Por qué hay que llegar hasta estos extremos, incluso el de morir, para darte cuenta de ciertas cosas? No pudiendo resistir por más tiempo aquella denigrante escena que me arañaba hasta hacer sangrar los pliegues de mi alma, decidí huir de la batalla y tomé la decisión más estúpida de mi existencia: escapar de allí.
Tendría que haberme armado de valor, haber bajado del auto y acercarme al hotel, penetrar allí y aun dando el espectáculo, haberle propinado una soberana paliza y un brutal escarmiento a aquel falso amigo. Cómo hubiera cambiado el discurrir de mis días si en ese momento hubiera desenmascarado a la figura de ese judas. ¡Ay, qué desgraciada resultó mi actuación! Esfumarme entre las sombras en vez de intervenir con valentía, salir de allí en vez de enfrentarme al problema para acabar con él desde la raíz. Todos los días me sigo arrepintiendo por haber insertado la llave de contacto, encendido el vehículo y largarme sin dirección ni destino de aquel decorado tan perturbador.
Ay, mi Carolina, tú solo conociste el resultado final de mi alocado proceder pero no los pormenores que me condujeron a un final tan nefasto. Al no poder soportar más la indignante película que desfilaba ante mi vista, me evadí y comencé a encadenar, en singular secuencia trágica, error tras error. Aquella espiral me trasladó en poco más de una hora a la otra orilla del mar donde ahora me encuentro.
Atenazado por la herida mortal infligida a mi orgullo, no pasó ni un cuarto de hora cuando elegí parar en un motel al lado de la carretera. Ansiaba tomar algo para disipar la angustia que se arrastraba por mi cuerpo como una víbora que serpenteara por dentro de mí. Yo que solo había bebido en contadas ocasiones asociadas a fiestas o eventos extraordinarios, caí en la cuenta de que aquella era la ocasión perfecta para ingerir un trago que me aliviara, o dos, o tres… o los que hicieran falta. ¡Qué cruel fue mi reflexión para conmigo mismo! Cómo me acordaba de aquella tremenda frase atribuida a los borrachos: “beber para olvidar”. En aquella tarde, coloreada por los más oscuros nubarrones, pensé en que no me estaba embriagando para alejarme del recuerdo de lo que había presenciado sino para desaparecer de lo que más temía: mi propia conciencia. Cómo me odiab...continuará...a, cómo me despreciaba, cómo deseaba evaporarme de la vida allí mismo, sentado en el taburete de la barra y con mis codos apoyados sobre un frío mostrador… Por desgracia, se había activado el bucle infernal, esa espiral destructiva en la que te sientes traicionado por los demás y por el destino. Con la mirada perdida y el sonido del whisky cayendo por mi gaznate, se inició la cuenta atrás que te empuja a desertar de la misma existencia.
No creo que permaneciera más de media hora en aquel establecimiento. Con el estómago vacío, pues salvo líquido nada sólido me entraba, sentí pronto los efectos del alcohol. Bajo una razón trastornada, un temporal de emociones se hizo cargo de mi entendimiento. Con ese valor inventado que te insuflan las copas, salí del bar cuando las sombras del crepúsculo se extendían ya por el cielo. Sin haber perdido aún la compostura, medio riendo, medio llorando, me dirigí a mi coche. Justo antes de abrir la puerta para introducirme en él, escuché a mis espaldas una voz intensa y melodiosa. Era un tono femenino y dulce que me interpeló como dándome una orden:
- Espera, Eusebio. Escúchame solo un momento – dijo la desconocida.
Me giré hacia atrás. Se trataba de una mujer hermosísima, envuelta en un vestido impecable y con gran equilibrio en todas sus facciones.
- ¿Eh? ¿Quién eres tú? No te conozco y además ¿cómo sabes mi nombre? Jamás te había visto. ¿Qué quieres? Tengo prisa…
- Solo pretendo consolarte, amigo, prevenirte ante lo que vas a hacer. Confía en mí, te he estado observando en la cafetería y me has dado la impresión de estar desesperado. Hablemos, volvamos a entrar y yo escucharé todo lo que tengas que contarme. Es mejor desahogarse ahora que no arrepentirse siempre. Dime una cosa ¿acaso prefieres conducir de noche y en tu estado?
- ¿Cómo? Una desconocida no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. ¿Quién te crees que eres? ¿Mi jefe? No estamos en la oficina, caramba, que ya soy un adulto, libre de tomar mis propias decisiones.