martes, 25 de diciembre de 2012

LAS DOS MONJAS



Una viejecita que durante su juventud había sido mandadera y cria­da muchos años de un convento de monjas, hízome, un día de campo, la siguiente confidencia, que da la sensación de los horribles secretos que esconden las tapias de los conventos. He aquí la historia de dos monjas, tal como me la contó la viejecita:
«Una tarde del año... paró un carruaje ante la puerta del convento de... Una mujer elegantemente vestida, joven y hermosa, despidió al cochero y a los lacayos, y tras algunos aldabonazos, la puerta se abrió y entró en el convento. Era una mujer aristocrática, de expresiva fisono­mía, mas en la palidez de su frente, en el circulo azul de sus ojos, en sus mejillas, en la sombría tristeza impresa en su semblante, en sus pasos trémulos, el ojo menos perspicaz hubiese conocido al instante que adolecía de una de aquellas enfermedades que juegan por algún tiem­po con sus víctimas en la seguridad de devorarlas.
»Al mes de este suceso, se detenía también otro coche ante las re­jas del mismo monasterio, y bajaba otra mujer, también joven; pero ni su fisonomía ni sus rasgos se recomendaban por su regularidad ni por su nobleza; su frente carecía de elevación, su nariz afilada, sus labios delgados eran la expresión de aquel dicho viejo: "Como puñalada en puerta de cuero".
No era hermosa, ni fea, aunque su larga y fina cabe­llera tuviese el brillo del azabache y sus dientes rivalizasen en blancura con el marfil más puro. Vestía de luto riguroso, víctima, al parecer, de una de aquellas desesperaciones contra las que no hay más remedio que la tumba. »Una tras otra, las dos se consagraron a Dios y fueron místicas es­posas de Cristo. La primera vez que se encontraron y se vieron aque­llas dos mujeres, tan desconsoladas y tristes, experimentaron como una conmoción eléctrica, se miraron fijamente por espacio de un mi­nuto, después de lo cual la una volvió la cabeza y se alejó disgustada y melancólica, y la otra, bajando sus largos párpados sobre sus ojos como un velo, desapareció por los arcos del claustro: ¿se habían conocido, o se habían adivinado? Ese encuentro fortuito fue luego la comidilla del chismorreo monjil. Las otras monjas formaban juicios variados sobre aquellas compañeras que habían hecho a la comunidad dádivas consi­derables, deduciendo que eran ambas de dos de las más opulentas fa­milias del reino, y sin embargo, no eran ya más que Sor Luisa y Sor Te­resa.
II
»Después de tres años de reclusión y de hacer penitencia Sor Luisa y Sor Teresa, las dos, silenciosas y tristes, ninguna de sus compañeras podía decir haberlas visto jamás reír o llorar. Estaban pálidas, flacas, acabadas, que parecían bajo sus largos hábitos dos espectros escapados del sepulcro. »Sor Luisa tuvo precisión de hacer cama al cabo de un mes que no había salido de su celda, cuando un día en que se ponía el sol, con la úl­tima sonrisa del otoño, pidió solícitamente la bajasen a los emparrados del jardín. »Se sentía morir. »A instancias suyas, acudió allí Sor Teresa, que más animada, o menos débil, se arrastraba aún por el suelo. »A instancias suyas también, las dejaron solas. Ambas se pusieron a temblar cuando se vieron cara a cara. Hubo un momento de silencio. »
-Os doy gracias, hermana mía, por haber venido-murmuró al fin Luisa-: sólo me restan algunos momentos de vida, y al borde de este sepulcro tan frío, donde voy a dormir eternamente, necesito que una voz amiga me hable de la infinita misericordia de Dios, porque tengo miedo. »
-Yo también, hermana mía, me siento morir, y como vos, experi­mento un gran espanto en el fondo de mi alma; pero, acercaos, herma­na mía, vos que sois la virtud, la piedad misma... »
-¡Ah!, callad, callad -interrumpió vivamente Luisa-; hay en mi vida un secreto espantoso, tan horrible, que el oído de un sacerdote no podría escucharlo. »
-Vuestra imaginación os extravía, hermana; os suplico que os calméis. »
-No, dejadme hablar; este secreto me abrasa, me devora. Tened piedad de mi alma y escuchadme, hermana mía. »
Pronunciadas estas palabras, se abrazaron ambas religiosas. Hubo un momento de silencio y habló Luisa al oído de Teresa, entre sollozos y suspiros profundos que conmovían intensamente el corazón de Te­resa...
III
»-Soy el último vástago de una familia ilustre -comenzó a decir Luisa con la voz solemne de los agonizantes-. Mi madre murió al dar­me a luz; a mi padre lo mataron en una batalla y a mi hermano en un duelo. Me recogió y educó un hermano de mi madre, el cual tenía una hija menor que yo, de dos años; él nos quería con igual ternura y noso­tras nos amábamos como hermanas. »En casa de mi tío entraba con la mayor intimidad el hijo de uno de sus antiguos amigos, un joven, el vizconde de Belleuse. Yo le miré, y me pareció que él hacía lo mismo conmigo. Creí haberle causado viva impresión en su corazón, y aunque jamás me declaró su amor, fui muy dichosa con este pensamiento, porque era el esposo de mis sueños. Tenía yo entonces dieciséis años. »Mi prima crecía también; a los quince era la niña más hermosa del mundo, graciosa, alegre, inteligente, buena y linda como un ángel: ¡Era un conjunto de perfección!, y fui sacrificada. El vizconde me olvi­dó. » Como quería a mi prima, ella le amó. Fui yo su confidente, y ya comprenderéis cuánto debí sufrir en silencio. Había heredado de mi madre un carácter apasionado y un alma impasible. » Nadie me vio devorar mis lágrimas.
Hacia este tiempo, un señor alto, hermoso, bien formado, que se llamaba el marqués de Santa Lu­cía, se hizo presentar en casa de mi tío: me había visto en un baile y es­ taba violentamente enamorado de mí... o de mi fortuna, porque él era un noble arruinado y yo era riquísima. »Me adoró o fingió adorarme, esperando yo encender con la llama de los celos los apagados sentimientos del vizconde. »Pero, ¡vana esperanza! Quedó muy alegre, y os lo diré: me felicitó por mi conquista. Mi prima y el vizconde se desposaron. ¡Cuán felices eran! Yo no podía serlo, y pasaba las noches en un mar de lágrimas. »Era martes, y el mismo día de la semana siguiente se había señala­do para la celebración del matrimonio. Mi prima se mostraba alegre al contemplar los atavíos de la boda, y ensayaba en mi cabeza la corona que debía colocar en la suya. »¡Tanta felicidad en una parte y tantos sufrimientos en otra! Mi imaginación se acaloró, y mi razón quedó expuesta a mil desvaríos.
IV
»El martes de que os hablo estábamos los cuatro en el jardín del pa­lacio, ella con él, y yo con el marqués; ella alegre, y yo sonriendo tam­bién; pero i qué sonrisa! Nos paseábamos en una larga calle de árboles, y mientras mi prima volvía a bajar apoyada en el brazo del vizconde, yo subía apoyada en el del marqués. De repente detuve al marqués: esta­ba loca. »-¿Me amas? -le pregunté bruscamente.» Y me miró lleno de admiración. Yo no bajaba la vista. »
-Te amo -me respondió-; ¡,qué prueba quieres exigir de mi amor? »-Dos -añadí resueltamente-, una hoy, otra mañana. »
-Habla -replicó el marqués-, y te juro por el alma de mi madre que serás obedecida. »
-Quiero esta tarde --le dije-, un veneno. »
El marqués retrocedió asustado. Pero yo continué en estos térmi­nos: »
-No un veneno que mate como el rayo, porque es muy dulce mo­rir así, sino un veneno que mate lentamente. ¡Mi venganza necesita al menos tres días de agonía para mi víctima! Aquellos venenos los cono­cen todos los nobles de Italia y de España, desde el tiempo de los Bor­gias. »Continuó mirándome sin responder.
-¿Y te atreves a decir que me amas?... -le dije entonces con amarga sonrisa. »
-Tendrás esta tarde -murmuró- el veneno que me pides. »
-Pues bien -proseguí-, existe un hombre que debe morir maña­na, y poco me importa que le mates tú mismo o que lo hagas matar, con tal que muera. »
El marqués quedó pálido como un espectro.»
-Vamos -añadí yo irónicamente-, veo que tienes miedo; no ha­blemos ya de eso; adiós, marqués. »
Y me marchaba volviéndole la espalda, cuando se lanzó hacia mí. »
-Mañana-dije entonces-, habrá baile en el palacio del duque de Abriones; yo asistiré, y no quiero que vaya ese hombre; os espero; pa­saréis por delante de mí con una mano enguantada y la otra sin el guan­te: la mano desnuda será señal de estar yo vengada. ¡Ese hombre no existirá ya! »
En aquel momento se juntaron con nosotros mi prima y su pro­metido esposo. Nos sonreímos; hablamos algunas palabras y se aleja­ron enteramente abstraídos y enamorados. »
-¿Y quién es el hombre que debe morir? -me preguntó el mar­qués. »
-Ese que veis -repliqué, señalando con la mano al vizconde de Belleuse.»
-¡El vizconde! ¡Jamás! -exclamó con horror. »
-Entonces -respondí fríamente-, otro me vengará de ese hom­bre, y obtendrá mi amor, mi fortuna y mi mano. »
Quedó pensativo. Luego, a media voz, me dijo: »
- ¡Morirá! ¡Te lo juro! »
Nos separamos al momento. Al día siguiente estaba yo en el baile con mi prima. El marqués pasó por delante de mí sin llevar el guante en una mano. »A las dos de la mañana, mi prima se sintió indispuesta; la llevaron a su casa, y la acompañé. El resto de la noche lo pasó en angustias, es­pasmos y dolores. Hallábame cerca de su cama. El primer día fue ataca­ da de un horrible delirio. Al segundo, sus cabellos, blancos casi de re­pente, fueron cayéndose, sus ojos se hundieron, quedándose entera­mente ciega, su lengua y todos sus miembros sufrieron una espantosa parálisis. Llegó el tercer día y yo la vestí de blanco como a una desposa­da, y la coloqué en su féretro, para que la llevaran con gran pompa fú­nebre a la sepultura de su familia. »El marqués entendía mucho de venenos. »Ocho días después, mi pobre tío expiraba de dolor en mis brazos. »
Permanecí un mes encerrada en su palacio, no queriendo ver a na­die, consumida por la desesperación y los remordimientos, y por últi­mo me marché una noche, dirigiéndome a este convento, donde voy a morir. »¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!... -exclamó inclinando su frente-. ¿Puedo esperar que vuestra misericordia sea mayor que mis crímenes? »
-Levántate, hermana mía, y escúchame -dijo entonces Sor Tere­sa, poniéndose de rodillas-, porque yo también reservo en mi corazón un secreto espantoso que ningún sacerdote podría oír. ¡Y sin embargo, me estoy muriendo! Horrible y extraño destino el nuestro -continuó diciendo-. ¡Hermanas en el crimen y la expiación, y después la muer­te! ¡El amor fue causa de vuestra perdición, y el amor y la ambición me perdieron a mí! »Al decir estas palabras, no pudo continuar; su semblante palide­ció, sus ojos se cerraron; ¡había muerto! Sor Luisa murmuró una ora­ción, dirigió su vista moribunda hacia el cielo y exhaló su último suspi­ro.»
Luego dirán que las novelas y el teatro son lugares donde se mues­tran historias inverosímiles, cuando no copian más que una pequeñísi­ma parte de la vida real. Cuando acabó su relato la viejecita, quédeme sumida en reflexio­nes, y como otras tantas veces, comencé a divagar, preguntando al es­pacio el porqué de tantas anomalías que se ven en la Tierra.