Una viejecita que durante su juventud había sido mandadera y criada muchos años de un convento de monjas, hízome, un día de campo, la siguiente confidencia, que da la sensación de los horribles secretos que esconden las tapias de los conventos. He aquí la historia de dos monjas, tal como me la contó la viejecita:
«Una tarde del año... paró un carruaje ante la puerta del convento de... Una mujer elegantemente vestida, joven y hermosa, despidió al cochero y a los lacayos, y tras algunos aldabonazos, la puerta se abrió y entró en el convento. Era una mujer aristocrática, de expresiva fisonomía, mas en la palidez de su frente, en el circulo azul de sus ojos, en sus mejillas, en la sombría tristeza impresa en su semblante, en sus pasos trémulos, el ojo menos perspicaz hubiese conocido al instante que adolecía de una de aquellas enfermedades que juegan por algún tiempo con sus víctimas en la seguridad de devorarlas.
»Al mes de este suceso, se detenía también otro coche ante las rejas del mismo monasterio, y bajaba otra mujer, también joven; pero ni su fisonomía ni sus rasgos se recomendaban por su regularidad ni por su nobleza; su frente carecía de elevación, su nariz afilada, sus labios delgados eran la expresión de aquel dicho viejo: "Como puñalada en puerta de cuero".
No era hermosa, ni fea, aunque su larga y fina cabellera tuviese el brillo del azabache y sus dientes rivalizasen en blancura con el marfil más puro. Vestía de luto riguroso, víctima, al parecer, de una de aquellas desesperaciones contra las que no hay más remedio que la tumba. »Una tras otra, las dos se consagraron a Dios y fueron místicas esposas de Cristo. La primera vez que se encontraron y se vieron aquellas dos mujeres, tan desconsoladas y tristes, experimentaron como una conmoción eléctrica, se miraron fijamente por espacio de un minuto, después de lo cual la una volvió la cabeza y se alejó disgustada y melancólica, y la otra, bajando sus largos párpados sobre sus ojos como un velo, desapareció por los arcos del claustro: ¿se habían conocido, o se habían adivinado? Ese encuentro fortuito fue luego la comidilla del chismorreo monjil. Las otras monjas formaban juicios variados sobre aquellas compañeras que habían hecho a la comunidad dádivas considerables, deduciendo que eran ambas de dos de las más opulentas familias del reino, y sin embargo, no eran ya más que Sor Luisa y Sor Teresa.
II
»Después de tres años de reclusión y de hacer penitencia Sor Luisa y Sor Teresa, las dos, silenciosas y tristes, ninguna de sus compañeras podía decir haberlas visto jamás reír o llorar. Estaban pálidas, flacas, acabadas, que parecían bajo sus largos hábitos dos espectros escapados del sepulcro. »Sor Luisa tuvo precisión de hacer cama al cabo de un mes que no había salido de su celda, cuando un día en que se ponía el sol, con la última sonrisa del otoño, pidió solícitamente la bajasen a los emparrados del jardín. »Se sentía morir. »A instancias suyas, acudió allí Sor Teresa, que más animada, o menos débil, se arrastraba aún por el suelo. »A instancias suyas también, las dejaron solas. Ambas se pusieron a temblar cuando se vieron cara a cara. Hubo un momento de silencio. »
-Os doy gracias, hermana mía, por haber venido-murmuró al fin Luisa-: sólo me restan algunos momentos de vida, y al borde de este sepulcro tan frío, donde voy a dormir eternamente, necesito que una voz amiga me hable de la infinita misericordia de Dios, porque tengo miedo. »
-Yo también, hermana mía, me siento morir, y como vos, experimento un gran espanto en el fondo de mi alma; pero, acercaos, hermana mía, vos que sois la virtud, la piedad misma... »
-¡Ah!, callad, callad -interrumpió vivamente Luisa-; hay en mi vida un secreto espantoso, tan horrible, que el oído de un sacerdote no podría escucharlo. »
-Vuestra imaginación os extravía, hermana; os suplico que os calméis. »
-No, dejadme hablar; este secreto me abrasa, me devora. Tened piedad de mi alma y escuchadme, hermana mía. »
Pronunciadas estas palabras, se abrazaron ambas religiosas. Hubo un momento de silencio y habló Luisa al oído de Teresa, entre sollozos y suspiros profundos que conmovían intensamente el corazón de Teresa...
III
»-Soy el último vástago de una familia ilustre -comenzó a decir Luisa con la voz solemne de los agonizantes-. Mi madre murió al darme a luz; a mi padre lo mataron en una batalla y a mi hermano en un duelo. Me recogió y educó un hermano de mi madre, el cual tenía una hija menor que yo, de dos años; él nos quería con igual ternura y nosotras nos amábamos como hermanas. »En casa de mi tío entraba con la mayor intimidad el hijo de uno de sus antiguos amigos, un joven, el vizconde de Belleuse. Yo le miré, y me pareció que él hacía lo mismo conmigo. Creí haberle causado viva impresión en su corazón, y aunque jamás me declaró su amor, fui muy dichosa con este pensamiento, porque era el esposo de mis sueños. Tenía yo entonces dieciséis años. »Mi prima crecía también; a los quince era la niña más hermosa del mundo, graciosa, alegre, inteligente, buena y linda como un ángel: ¡Era un conjunto de perfección!, y fui sacrificada. El vizconde me olvidó. » Como quería a mi prima, ella le amó. Fui yo su confidente, y ya comprenderéis cuánto debí sufrir en silencio. Había heredado de mi madre un carácter apasionado y un alma impasible. » Nadie me vio devorar mis lágrimas.
Hacia este tiempo, un señor alto, hermoso, bien formado, que se llamaba el marqués de Santa Lucía, se hizo presentar en casa de mi tío: me había visto en un baile y es taba violentamente enamorado de mí... o de mi fortuna, porque él era un noble arruinado y yo era riquísima. »Me adoró o fingió adorarme, esperando yo encender con la llama de los celos los apagados sentimientos del vizconde. »Pero, ¡vana esperanza! Quedó muy alegre, y os lo diré: me felicitó por mi conquista. Mi prima y el vizconde se desposaron. ¡Cuán felices eran! Yo no podía serlo, y pasaba las noches en un mar de lágrimas. »Era martes, y el mismo día de la semana siguiente se había señalado para la celebración del matrimonio. Mi prima se mostraba alegre al contemplar los atavíos de la boda, y ensayaba en mi cabeza la corona que debía colocar en la suya. »¡Tanta felicidad en una parte y tantos sufrimientos en otra! Mi imaginación se acaloró, y mi razón quedó expuesta a mil desvaríos.
IV
»El martes de que os hablo estábamos los cuatro en el jardín del palacio, ella con él, y yo con el marqués; ella alegre, y yo sonriendo también; pero i qué sonrisa! Nos paseábamos en una larga calle de árboles, y mientras mi prima volvía a bajar apoyada en el brazo del vizconde, yo subía apoyada en el del marqués. De repente detuve al marqués: estaba loca. »-¿Me amas? -le pregunté bruscamente.» Y me miró lleno de admiración. Yo no bajaba la vista. »
-Te amo -me respondió-; ¡,qué prueba quieres exigir de mi amor? »-Dos -añadí resueltamente-, una hoy, otra mañana. »
-Habla -replicó el marqués-, y te juro por el alma de mi madre que serás obedecida. »
-Quiero esta tarde --le dije-, un veneno. »
El marqués retrocedió asustado. Pero yo continué en estos términos: »
-No un veneno que mate como el rayo, porque es muy dulce morir así, sino un veneno que mate lentamente. ¡Mi venganza necesita al menos tres días de agonía para mi víctima! Aquellos venenos los conocen todos los nobles de Italia y de España, desde el tiempo de los Borgias. »Continuó mirándome sin responder.
-¿Y te atreves a decir que me amas?... -le dije entonces con amarga sonrisa. »
-Tendrás esta tarde -murmuró- el veneno que me pides. »
-Pues bien -proseguí-, existe un hombre que debe morir mañana, y poco me importa que le mates tú mismo o que lo hagas matar, con tal que muera. »
El marqués quedó pálido como un espectro.»
-Vamos -añadí yo irónicamente-, veo que tienes miedo; no hablemos ya de eso; adiós, marqués. »
Y me marchaba volviéndole la espalda, cuando se lanzó hacia mí. »
-Mañana-dije entonces-, habrá baile en el palacio del duque de Abriones; yo asistiré, y no quiero que vaya ese hombre; os espero; pasaréis por delante de mí con una mano enguantada y la otra sin el guante: la mano desnuda será señal de estar yo vengada. ¡Ese hombre no existirá ya! »
En aquel momento se juntaron con nosotros mi prima y su prometido esposo. Nos sonreímos; hablamos algunas palabras y se alejaron enteramente abstraídos y enamorados. »
-¿Y quién es el hombre que debe morir? -me preguntó el marqués. »
-Ese que veis -repliqué, señalando con la mano al vizconde de Belleuse.»
-¡El vizconde! ¡Jamás! -exclamó con horror. »
-Entonces -respondí fríamente-, otro me vengará de ese hombre, y obtendrá mi amor, mi fortuna y mi mano. »
Quedó pensativo. Luego, a media voz, me dijo: »
- ¡Morirá! ¡Te lo juro! »
Nos separamos al momento. Al día siguiente estaba yo en el baile con mi prima. El marqués pasó por delante de mí sin llevar el guante en una mano. »A las dos de la mañana, mi prima se sintió indispuesta; la llevaron a su casa, y la acompañé. El resto de la noche lo pasó en angustias, espasmos y dolores. Hallábame cerca de su cama. El primer día fue ataca da de un horrible delirio. Al segundo, sus cabellos, blancos casi de repente, fueron cayéndose, sus ojos se hundieron, quedándose enteramente ciega, su lengua y todos sus miembros sufrieron una espantosa parálisis. Llegó el tercer día y yo la vestí de blanco como a una desposada, y la coloqué en su féretro, para que la llevaran con gran pompa fúnebre a la sepultura de su familia. »El marqués entendía mucho de venenos. »Ocho días después, mi pobre tío expiraba de dolor en mis brazos. »
Permanecí un mes encerrada en su palacio, no queriendo ver a nadie, consumida por la desesperación y los remordimientos, y por último me marché una noche, dirigiéndome a este convento, donde voy a morir. »¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!... -exclamó inclinando su frente-. ¿Puedo esperar que vuestra misericordia sea mayor que mis crímenes? »
-Levántate, hermana mía, y escúchame -dijo entonces Sor Teresa, poniéndose de rodillas-, porque yo también reservo en mi corazón un secreto espantoso que ningún sacerdote podría oír. ¡Y sin embargo, me estoy muriendo! Horrible y extraño destino el nuestro -continuó diciendo-. ¡Hermanas en el crimen y la expiación, y después la muerte! ¡El amor fue causa de vuestra perdición, y el amor y la ambición me perdieron a mí! »Al decir estas palabras, no pudo continuar; su semblante palideció, sus ojos se cerraron; ¡había muerto! Sor Luisa murmuró una oración, dirigió su vista moribunda hacia el cielo y exhaló su último suspiro.»
Luego dirán que las novelas y el teatro son lugares donde se muestran historias inverosímiles, cuando no copian más que una pequeñísima parte de la vida real. Cuando acabó su relato la viejecita, quédeme sumida en reflexiones, y como otras tantas veces, comencé a divagar, preguntando al espacio el porqué de tantas anomalías que se ven en la Tierra.