De Santiago de Cuba me escribe Antonio Giro, diciéndome lo siguiente:
“Hermana mía: Leyendo en sus periódicos relatos de existencias pasadas, viendo que el que mal siembra hoy, malos frutos recogerá mañana, y que éstos son las calamidades de este mundo, dispénseme una y mil veces que la moleste, pero como curioso que soy de aprender los asuntos de ultratumba, quisiera que le preguntara al guía de sus trabajos, cuando tenga oportunidad, el porqué se ha visto envuelto en llamas el sacerdote católico, párroco de la catedral de esta ciudad. Se ha comunicado diciendo que la ley era justa. Él era muy bueno. Adjunto el relato de la catástrofe”.
Anoche, como a las diez, y en momentos en que el señor Gabriel Moreno y Castro, natural de La Coruña, España, de cuarenta y ocho años, segundo teniente cura de la parroquia de la catedral, se encontraba quemando papeles para espantar los mosquitos, tomó una lata de petróleo con el objeto de echar un poco de dicho líquido sobre los papeles que tenía colocados sobre un hornillo; se inflamó la lata, reventando por su fondo, derramándose encima el petróleo que, a su vez, le incendió la sotana y las ropas interiores. El hecho ocurrió en una habitación del curato, situado en San Pedro, esquina Heredia. Envuelto por las llamas que lo devoraban, salió la víctima al pasillo, en cuyo lugar fue divisado por las personas que se encontraban en el parque Céspedes, quienes, tal vez por la distancia, no se dieron cuenta que era una persona la que veían ir de un lado para otro. Cuando se dieron cuenta de lo que era corrieron hacia el curato y se encontraron con la puerta cerrada, y a un niño llamado Pepito García que acompañaba al cura lo vieron subido a la baranda de las persianas; el público le gritaba que abriera la puerta o se tirase a la calle, haciendo lo último. Tanto el niño como el cura no acertaban a abrir la puerta de la calle. El público, en número de más de treinta personas, estaba perplejo. Entonces los señores José P. Mogicas, Ballesteros, Creus y el Curro, se lanzaron hacia la puerta y la derribaron a empujones, saliendo a la calle el cura, cuya sotana estaba convertida en cenizas.
El quemado quedó inmóvil, dando gritos de auxilio; el público también estuvo lo mismo por unos instantes. Se oyeron algunos gritos: “Señores, quítenle las ropas a ese hombre”. Al fin algunos corrieron hacia él y empezaron la piadosa tarea. Ropas y carnes caían a pedazos; el señor Ballesteros le arrancó los pantalones. El sacerdote quedó completamente desnudo, siendo entonces envuelto en una sábana y llevado a la casa de Socorro en un coche de plaza, donde fue asistido por el doctor José Amado Salazar, a quien ayudó el practicante José Cabrera… El sacerdote Moreno, según pronóstico facultativo, recibió quemaduras graves de segundo y tercer grado. Según nos hemos podido informar hacía varias noches que el señor Moreno se entregaba a la tarea de ahuyentar los mosquitos, que no lo dejaban dormir. A las 11 de la mañana de hoy, tras horribles dolores, ha muerto en el sanatorio de la Colonia Española, el presbítero Gabriel Moreno y Castro. Verdaderamente es muy triste el relato de la muerte del pobre sacerdote, y en cuanto he tenido ocasión he pedido luz sobre este asunto, obteniendo la siguiente comunicación al respecto: “¡Cuántas calamidades! ¿No es verdad?
Es muy triste vivir en un presidio, porque los penados, tienen tan pocas horas felices; un dolor alcanza a otro dolor, una enfermedad a otra enfermedad, un quebranto a otro quebranto, y no hay más remedio que habitar en el lugar que a cada uno le pertenece. Ten en cuenta, que mal estáis ahí, pero estaríais peor en un mundo dichoso, no siendo vuestra categoría igual a la de los moradores de aquel paraíso, porque nunca se ve uno más pequeño que al lado de los que parecen grandes. Decís con vuestros refranes muchas verdades, tenéis un adagio que dice: Cada oveja con su pareja. Por eso en la Tierra os juntáis tantos penados, os buscáis unos a otros por afinidad, y aunque te parezca que vives fuera de tu centro, no olvides que si merecieras habitar en otro mundo, no estarías en el globo terráqueo, pues si cada especie ocupa su sitio, la raza humana también ocupa el suyo sin descender del lugar que le corresponde, ni entrar en terreno vedado a sus conocimientos y aspiraciones”.
“De vez en cuando asistís a algunas ejecuciones en las cuales los verdugos de la Tierra no ejercen su triste ministerio y mueren los culpables sin que la justicia humana levante el patíbulo. Ahora ha muerto un criminal de otro tiempo, devorado por el fuego, elemento del que él hizo uso en su larga carrera eclesiástica”. “Ese Espíritu, desde que se dio cuenta de que pensaba, se dedicó al sacerdocio de la religión católica y gozaba con las matanzas de los herejes, con los autos de fe; era feliz cuando el fuego quemaba a los judíos, gozaba con el exterminio, su religión le hacía cruel. En una de sus encarnaciones, conoció a un joven libre pensador que empleaba sus cuantiosas riquezas en obras benéficas; alguien le dijo al celoso inquisidor que aquel joven tan bueno no cumplía con los mandamientos de la Iglesia, por lo cual el prelado citó en su palacio al joven, el cual le dijo con sencillez que no le habían engañado; que él, en lugar de visitar las iglesias visitaba a los enfermos, y en vez de vestir a los santos de madera, vestía a los niños huérfanos y a los ancianos desvalidos, creyendo que era mejor levantar un hospital para enfermos que construir un templo para el culto.
“El prelado se indignó y encerró en una mazmorra al librepensador; pero como éste era muy querido por sus buenas obras, no se atrevió el inquisidor a quemarlo públicamente; roció su cuerpo con un líquido corrosivo dentro de su calabozo, y por primera vez sintió remordimiento por haber asesinado a un hombre tan bueno. Se apoderó de él honda tristeza, y cuando tenía que firmar una sentencia de muerte, la pluma se caía de su diestra, llorando avergonzado, asombrado de su emoción, que obedecía a la bondad del Espíritu cuyo cuerpo él quemó sigilosamente, Espíritu generoso que, en vez de odiar a su matador, se consagró a despertar sus sentimientos, a hacerle comprender la verdadera religión, y gracias a esa benéfica influencia, el cruel inquisidor reconoció sus errores y sus crímenes, llegando a ser un buen ministro de Dios, como lo fue en su última existencia; pero quería pagar la deuda que más le preocupaba: la muerte horrible que le dio al librepensador, razón por la cual eligió la soledad de la noche y el retiro de su hogar para morir como murió su víctima. Como ya era bueno, despertó rápidamente, ayudado por su guía, por el Espíritu que desde hace muchos siglos ha adorado a Dios en espíritu y verdad, amando a los débiles y a los vencidos en las rudas batallas de la vida. El librepensador le perdonó el martirio de su muerte y se consagró a regenerarle, a despertar su dormida inteligencia, haciéndole ver la luz del amor. Ha conseguido su nobilísimo deseo, ha sensibilizado a un ser que era de piedra tosca, le ha hecho sentir y amar por él. El sacerdote sin corazón será un hombre que se sacrificará por la humanidad. Adiós”.
¡Cuan cierto es que hay que pagar!... y dichosos los que pagan sus deudas verdaderamente arrepentidos, porque de los arrepentidos es el reino de los cielos. Dice muy bien el Espíritu que me ha dado la comunicación: muchas veces asistimos a horribles ejecuciones, sin que los hombres levanten el patíbulo ni el verdugo tome parte en la ejecución. Nos bastamos nosotros para instruir el sumario y ejecutar la sentencia a su debido tiempo. ¡Cuánto hay que estudiar en la vida eterna del Espíritu! ¡Qué bien tan inmenso nos ha proporcionado la divulgación del Espiritismo! ¡Cuántos orgullos caen a tierra sabiendo lo que hemos sido antes! ¡Cuántos que se consideraban grandes, a pesar suyo se reconocen muy pequeños! Estudiemos el Espiritismo para vernos tal como somos, pues los terrenales necesitamos no mirarnos con cristales de aumento, sino tal como somos: espíritus débiles que tenemos que regenerarnos por el sacrificio y el amor universal.