Casa interior
Bernardo, de nueve años, era un niño que no
conectaba para nada. Tenía buen corazón, pero era relajado y perezoso con
relación a sus obligaciones.
No le gustaba estudiar ni de realizar
cualquiera de las tareas que eran de su responsabilidad: arreglar su cuarto,
guardar sus juguetes, tomar el baño.
La madre
vivía preocupada con él, sin saber cómo hacer para que el hijo
entendiese la necesidad de ser más responsable.
Hasta que un día ella entró en el cuarto de
Bernardo y vio todo desarreglado. La cama, que ella arregló pronto, estaba
deshecha; ropas sucias se mezclaban con las limpias y planchadas; juguetes y
libros se esparcían por el suelo. En medio de toda esa confusión, sentado en la
alfombra, el niño oía música.
— ¡Bernardo! — la madre llamó una, dos, tres
veces, sin resultado.
Caminando hasta él, ella le retiró el
auricular del oído, al tiempo que el chico se volvía, asustado.
— ¿Qué ocurre, mamá?
— ¿Vamos a pasear un poco? ¡El día está
lindo!
Sorprendido, él aceptó con placer. ¡Esperaba
recibir una bronca y era una invitación para pasear! ¡Nada mal!...
¡Ni ella misma sabía por qué hizo aquella
invitación! No obstante, confiaba en Dios.
Ella siempre pedía a Jesús que la ayudara en
la educación del hijo. Ella lo amaba mucho y no sabía exactamente qué decir a
él en aquel momento, pero no quería pelear con él, crear una situación
desagradable.
¡De repente, se encendió una luz en su mente! Caminando
por las calles tranquilas, ellos conversaban. Observando las residencias por
las cuales estaban pasando, ella comentó:
— Hijo mío, ¿tú sabes que nosotros podemos ser
comparados a una casa?
— ¿Una casa, mamá?... — El chico no
estaba entendiendo donde su madre quería
llegar con aquella conversación.
— ¡Eso mismo, hijo! ¡Una
casa! Imagínate como siendo una casa. ¡Una casa espiritual! Como cada persona
es espíritu, y es el espíritu que comanda el cuerpo, podemos ser considerados
como una Casa Espiritual. ¿Tú ya viste como hay casas diferentes unas de las
otras? Pequeñas y grandes, bonitas y feas, limpias y sucias…
Mostrándose más interesado, él comentó:
— Es verdad, mamá. ¡Mira esta, que linda casa!
Es nueva y bien cuidada. Ya aquella otra, a pesar de grande, está fea y sucia.
¡De repente, ellos pasaron por una casa que
daba miedo! Era una casa de madera, abandonada, y la hierba crecía a su
alrededor; las ventanas estaban cayéndose y el portón, roto. ¡Bernardo
sintió un extraño malestar!
Parados delante de la casa, observándola, de
repente, ellos vieron una gran cobra que salía de las matas y se arrastraba
camino de la calle. Ellos se asustaron. ¡La madre cogió la mano de Bernardo y
salieron de allí, rápidamente!
Recuperándose del susto, la madre pensó un poco,
y dijo:
— Hijo mío, ¿viste como la casa material
precisa de cuidados, para que sea agradable y nos sintamos bien? Con nuestra Casa Espiritual ocurre la misma
cosa. También dispensa cuidados,
limpieza, mantenimiento, para estar siempre con la mejor apariencia
posible.
— ¡Con la casa material, todo bien! Pero, con
la casa espiritual, ¿cómo la gente hace eso, madre?
— Cuidando y limpiando para que las suciedades
no se quede. Nuestra cabecita, por dentro, es decir, nuestra mente, no puede
ser lavada y limpiar el polvo, como la casa material. La única manera de
mantenerla limpia es retirando malos pensamientos y sentimientos negativos como rabia, celos, envidia, pereza, mala voluntad,
finalmente, todo lo que pueda representar suciedad. En el algodón de la
paciencia, tú pones un poquito del agua de la buena voluntad y después lustras
con el aceite del amor. Todo quedará limpio y brillando.
— ¡Me gustaría ser así, mamá! ¡Limpio y
brillando!
— Quedo contenta, hijo mío. Tú solos ganarás
con eso. Vas a percibir que todo en tú vida comenzará a cambiar para mejor.
Verás a las personas con otros ojos y desearás ayudarlas, no pelearás más en la
escuela, tendrás cuidado con tus cosas y con nuestra casa. ¿Sabes por qué? Por
que el AMOR va a dirigir tú vida.
Oyendo a la madre que le hablaba con tanto
cariño, Bernardo se acordó del desorden de su cuarto. Bajó la cabeza,
avergonzado, reconociendo:
— Mamá, ¿yo necesito comenzar esa limpieza por
mi cuarto, no es?
La madre hizo una caricia en los cabellos del
hijo, y dijo:
— La limpieza de nuestra Casa
Espiritual va a reflejarse en la limpieza de la casa material.
Volvieron para casa y Bernardo se dirigió a su
cuarto resuelto a colocar todo en orden, avergonzado del desorden.
La madre hubo quedado impresionada con la
casa, que tenía una placa de SE VENDE. Quedó interesada. La casa era grande,
tenía una buena estructura y, con una reforma, quedaría excelente. Cuando el
marido llegó, le habló de la casa y él buscó al dueño. El precio era bueno e
hicieron el trato.
Comenzaron la reforma.
Durante meses, la confusión era grande. Todas las tardes, Bernardo iba hasta la casa
vieja y ver cómo estaba quedando, y él ayudaba en aquello que podía. Así, acompañó
los cambios de la casa.
Un día ella quedó lista. Fueron a verla. Bernardo,
animado la miraba con entusiasmo.
— ¡Mamá! ¡Mira como
nuestra casa quedó bonita!...
Realmente. Restaurada, con pintura nueva, las
ventanas y el portón reparados; el jardín bien cuidado, lleno de flores
coloreando la entrada. ¡Estaba perfecta!
Bernardo estaba orgulloso de haber colaborado
en la reforma.
— Mamá, tú tenías toda la razón. Podemos
mejorar todas las cosas. Nadie reconocería esta casa en aquella otra cayendo a
pedazos. Pero fue preciso mucha paciencia, buena voluntad, dedicación y mucho
amor.
Dando un abrazo al niño, ella dijo:
— ¡Y mucho trabajo, hijo mío! Tú te
esforzaste bastante durante esos meses. Participaste de la reforma activamente,
ayudando a los albañiles. A lo largo del tiempo, tú vas a percibir que, muchas
veces, tú casa interior podrá necesitar de reformas, ¡pero el grande
restaurador de nuestras vidas es Jesús!