TREINTA Y DOS AÑOS
Hace algunos días que
muchos periódicos publicaron sueltos referentes a un ataque de
catalepsia, ataque
prolongado que ha durado treinta y dos años, el sueño de la infeliz mujer que
ha
sufrido durante tanto
tiempo un tormento, pues, según
confesión de algunos desgraciados que han
sido víctimas de tan
horrible enfermedad, oyen perfectamente cuando se habla en su derredor y se
enteran de todo
cuanto dicen sus deudos y amigos, y algunos han sentido cuando los colocaban en
el
ataúd y se disponían
a realizar el entierro del supuesto cadáver, hasta que con un esfuerzo
sobrehumano han roto
sus cadenas de inmovilidad. El suelto en cuestión decía así:
ATAQUE DE CATALEPSIA:
CASO EXTRAORDINARIO
Los periódicos de
Burgos dan cuenta del siguiente hecho:
Hace más de treinta y
dos años, la vecina de Villavicencio, Benita de la Fuente, sufría un
ataque de catalepsia.
La enferma se hallaba
postrada en cama, inmóvil y sin conocimiento, desde 1874, sin que
durante mucho tiempo
haya hablado una palabra, limitándose a exhalar de vez en cuando algún
quejido inarticulado;
su única alimentación ha sido agua, y alguna vez ha tomado pequeñísimas
cantidades de caldo y
leche. Multitud de médicos, algunos de gran reputación, la han visitado en
diversas ocasiones,
no pudiendo explicar científicamente tan extraordinario caso.
Pues bien: el viernes
último la enferma abrió los ojos, y recobrando súbitamente el habla
expresó sus deseos de
abandonar el lecho.
El domingo siguiente,
la familia la levantó y desde entonces va recobrando rápidamente la
salud perdida, siendo
de esperar que muy en breve recupere la normalidad de sus funciones
fisiológicas, aunque
todavía no se le ha dado alimentación por el temor de que su estómago no pueda
soportarlo.
Benita de la Fuente
conoce ya a todas las personas de su familia, pero lo extraordinario del
caso es que no
recuerda nada de lo que le ha ocurrido y se niega tenazmente a creer que haya
estado
dormida y sin comer
más de treinta y un años.
Tiene actualmente
sesenta y dos años.
Una hermana de la
enferma, a quien todos tienen por persona seria y fidedigna, ha
comunicado esas
noticias, las cuales constituyen un caso extraordinario, digno de ser estudiado
por las
eminencias médicas.
* * * Yo creo que
este caso, verdaderamente extraordinario, no sólo deben estudiarlo los médicos,
y
han opinado lo mismo
que yo muchos espiritistas que me han escrito suplicándome que pregunte al
guía de mis trabajos
el porqué de tan horrible condena, porque vivir treinta y dos años sin
movimiento,
sin hablar, sin tomar
parte en la lucha de la vida, debe tener una causa poderosísima; debe haber
cometido el Espíritu
así castigado uno de esos crímenes sin precedentes, unos de esos delitos que si
no fuera porque dicen
que nunca pagamos todo lo que debemos, la condena duraría millones de
siglos, todas las
agonías que hemos hecho sufrir a una o varias de nuestras víctimas, y si sólo
nos
aplican el mínimo de
la pena merecida, treinta y dos años de martirio, ¿cuántos crímenes
representan?
* * *
“No tanto como tú
crees (me dice un Espíritu); que por regla general, los que os creéis mejor
inspirados estáis tan
lejos de la verdadera causa que produce tan malos efectos, como lo está la luz
de
la sombra, el fuego
de la nieve, el amor del odio, la virtud del vicio, el egoísmo de la abnegación.
No
juzguéis nunca por
las apariencias, que de cien veces que pronunciéis juicio condenatorio, noventa y
nueve estaréis
dominados por el error y seréis injustos convirtiéndose en jueces, cuando por
vuestros
defectos no debéis
juzgar, sino ser juzgados.
“En el caso de
catalepsia que tanto os ha llamado la atención, y al que la ciencia médica no
encuentra explicación
satisfactoria, hay efectivamente mucho que estudiar y mucho que aprender para
reconocer a la
enérgica voluntad de un Espíritu, la que ha sometido a su cuerpo a una prueba
tan
dolorosa. Los que
niegan la existencia del alma, porque no la encuentran cuando amputan un brazo
o
una pierna o extraen
un feto, o abren la cabeza para extirpar un tumor (como la ciencia no les puede
decir la historia del
Espíritu que anima a aquel organismo) se tienen que cruzar los brazos y
enmudecer ante hechos
cuya causa no comprenden, y vosotros, los espiritistas, los que sabéis que el
presente está
íntimamente enlazado con el ayer, y que el Espíritu es un agricultor eterno que
siembra
hoy para recoger
mañana, al ver que algunos agricultores recogen tan mala cosecha, decís con
espanto: ¿qué habrá
hecho este desgraciado para merecer tan cruel castigo? ¿Qué papel habrá
representado en la
historia universal? ¿Habrá empleado su ciencia para ser un verdugo de la
humanidad? ¿Habrá
sido un conquistador insaciable?...Y vais acumulando pregunta sobre pregunta, y
mientras más
preguntáis más lejos estáis de la verdad, como os sucede ahora con esa pobre mujer
cataléptica, que
amontonáis sobre ella crímenes espantosos, y en realidad no es así; es un
Espíritu
desequilibrado, que
ha amado mucho, pero con ese amor terrenal, egoísta, absorbente, dominante,
avasallador, que
prefiere la muerte del ser amado antes que verle dichoso en brazos de otro ser.
“Esa mujer, que hoy
pertenece a una clase humilde, y que a no ser por su enfermedad hubiera
pasado completamente
desapercibida en la Tierra, en otro tiempo su sitial era un trono, y aunque su
reino era pequeño,
ello lo hizo grande por la severidad de sus leyes, y por ser ella el juez que
dictaminaba las
sentencias. Parecía insensible a los encantos del amor; casado por razón de
estado,
sin sucesión, era una
mujer de hielo, intolerante para las faltas cometidas por amor; su corte
parecía
más bien una
comunidad de monjas y de frailes sin votos; tal era la rigidez de las
costumbres y la fiel
observancia de los
deberes en todos los sentidos. Así vivía Ermesinda, sin gozar, y sin dejar que
los
demás gozaran, hasta
un día que le presentaron a un joven militar muy recomendado
por uno de sus
parientes más cercanos, que lo ponía bajo su real protección, de la que se
esperaba
que se haría digno,
siquiera por honrar su ilustre apellido. Ermesinda al verle sintió lo que nunca
había
sentido, hasta el
punto que se dejó caer en un sillón porque perdió el conocimiento y el joven
Ezequiel
se turbó
extraordinariamente al ver el mal efecto que su presencia había causado a su
soberana, y se
retiró temeroso de un
algo desconocido.
“Ermesinda desde
aquel día sintió una inquietud y una ansiedad inexplicable, si bien ella pronto
se hizo cargo que su
corazón se había despertado demasiado tarde, comprendió que amaba a
Ezequiel con toda su
alma, y trató de hacérselo comprender a él; pero Ezequiel era tan niño, y le
habían educado de tal
modo, que para él Ermesinda no era una mujer de carne y hueso, era una santa
a la que había de
venerar de rodillas, pero a gran distancia, para que el hálito humano no
manchara su
pureza. Así es que
mientras ella acortaba el camino para encontrarse más pronto con él, él se
alejaba
de ella dominado por
el temor de ofenderla, y como cuando uno no quiere, dos no se encuentran,
Ezequiel se fue
alejando de Ermesinda, y ésta se convenció que el joven huía de ella; sintió
entonces
celos, ¿de quién?, de
todas las mujeres de la corte; no tuvo valor bastante para decirle: ven que yo
te
amo; la austeridad de
sus principios se lo impidió; orgullosa por su linaje y por sus virtudes, no
quiso
descender de su alto
pedestal para caer en los brazos de un niño, que no sentía por ella la menor
atracción, que antes al contrario le inspiraba
un temor inexplicable. Ermesinda logró dominar sus
sentimientos, se
cubrió con su máscara de hielo, venció en la lucha de sus pasiones, pero no
consiguió
otra cosa que
mostrarse fría y severa con Ezequiel, que era el niño mimado de la corte por su
gentileza, por su
hermosura, por su distinción, por su nobleza, por su valor, y viéndole tan
amado y tan
colmado de
atenciones, sus celos aumentaron de tal modo, que una noche lo hizo prender
acusándole
de traidor a su
patria, de ser un espía pagado por huestes enemigas, y Ezequiel fue encerrado
en una
torre que parecía un
nido de águilas, tan alta era, teniendo por base un promontorio de rocas, donde
se
estrellaban
embravecidas olas, pues parecía que en aquel punto era continua la tempestad,
tan fuerte
era el oleaje que
rugía enfurecido al chocar contra aquella atalaya fabricada cerca de las nubes.
“Cuando lo tuvo allí
encerrado, Ermesinda se tranquilizó, diciéndose a sí misma: no viéndole,
no descenderé de mi
alto pedestal, no le diré que no puedo vivir sin él, y no sufriré el atroz
martirio de
verle en brazos de
otra mujer; a grandes males, grandes remedios; cometo un crimen acusando a un
inocente, pero evito
mi deshonra ante el mundo y ante él y dejo de sufrir un dolor que me conduciría
a
la locura, porque el
dolor de los celos es la locura en acción.
“Durante algunos días
se habló de Ezequiel, pero después todos enmudecieron temiendo ser
castigados como el
joven espía, sobre el cual se acumularon tan horribles acusaciones, que hubo
quien aseguró que había
vendido muchas plazas fuertes a legiones enemigas. Ermesinda urdió en
secreto la tela de
tantas patrañas y pronto Ezequiel fue dado al olvido, aunque muchas mujeres
lloraron su ausencia
lamentando su infausta suerte, pero todo en silencio; nadie tuvo valor para
defender al inocente,
y Ezequiel estuvo encerrado treinta y dos años sin poder hablar ni con su
carcelero, porque no
lo veía; el alimento llegaba hasta él por un mecanismo que no dejaba ver a la
persona que lo
suministraba, y Ezequiel no tenía más consuelo que contemplar el cielo a través
de los
gruesos barrotes de
hierro de una alta claraboya que daba luz a su reducida prisión. Así vivió
treinta y
dos años, y en ese
tiempo el joven hermoso y fuerte se transformó en un viejo achacoso, sus rubios
cabellos perdieron su
color de oro, se volvieron amarillentos y por último blancos como la nieve, y
cuando menos lo
esperaba, se abrieron las puertas de su prisión y recobró la libertad,
ignorando por
qué la había perdido;
regresó a su casa y toda su familia había muerto; entonces se enteró de la
calumnia que le había
deshonrado y pidió ver a la soberana; pidió una audiencia que no le fue
concedida, porque
Ermesinda ya estaba en la agonía; al comprender que iba a morir, quiso dejar en
libertad al hombre
que tanto había amado, y murió tranquila porque una dama de toda su confianza
le
dijo que había visto
a Ezequiel que estaba desconocido con su cuerpo doblegado bajo el peso de los
años y el dolor.
“Ezequiel no tardó en
seguirla, y al verse los dos en el Mundo espiritual se compadecieron
mutuamente, y él la
perdonó porque ella había pecado por amor. El perdón de Ezequiel le hizo tanto
bien a Ermesinda, que
pidió ser para él la madre más amorosa, ya que el amor de las madres en la
Tierra es el más
dispuesto a la abnegación y al sacrificio, pero antes de ser su madre mil y mil
veces
pidió sufrir el
tormento que él sufrió víctima de su amor y de sus celos, y lo quiso sufrir
padeciendo la
peor de todas las
dolencias: el sueño cataléptico. Quiso que su prisión fuera la más horrorosa,
la que
sin grillos ni cadena
la sujetara al potro del tormento, porque los catalépticos oyen cuanto se habla
en
torno suyo, y ellos asisten
a los consejos de familia, miden por lo que oyen el cariño de sus deudos, las
miras interesadas de
unos y los egoísmos de los otros; para ellos la verdad (que siempre es amarga)
se presenta sin
velos, y ¡ay de aquellos que viven sin una ilusión! En su prolongada agonía
Ermesinda
ha tenido el consuelo
de tener a Ezequiel a su lado, el que muy a menudo ha murmurado en su oído
juramentos de amor,
pero no de amor terreno, de amor sobrehumano, y los dos Espíritus enlazados
por una de esas
afecciones que no se conocen en la Tierra, se unirán más tarde para no
separarse
jamás; ella dispuesta
a ser su madre, su ángel tutelar; él, agradecido, apreciando en lo que vale la
vehemencia de la
pasión de Ermesinda, está dispuesto a corresponder a ella y a serle fiel
eternamente.
“Ya ves qué porvenir
tan hermoso les espera a esos dos Espíritus que han sufrido tanto
víctimas del amor,
del amor terreno y del amor divino. Ezequiel vivió encarcelado treinta y dos
años,
siendo la causa de su
inmerecido cautiverio el amor y los celos de una mujer, que gozaba pensando
que nadie le vería,
que nadie recibiría sus caricias ni escucharía sus juramentos amorosos. Lo
había
arrebatado de la
sociedad, era suyo, le pertenecía porque le adoraba, y ahora Ermesinda ha
sufrido
otra prisión más
horrible para hacerse digna por su martirio de adorar a su amado Ezequiel,
santificada
por el sacrificio.
Ayer no podía decir que le amaba; mañana presentará su hijo al mundo entero y
dirá:
¡Es mío! ¡Yo le llevé
en mi seno! ¡Yo escuché sus primeros vagidos antes de verle! ¡Mis brazos han
sido su cuna! ¡Su
primera sonrisa ha sido para mí! ¡Sus primeras palabras han sido: ¡Madre mía!
¡Es
mi hijo! ¿No es
verdad que es muy hermoso?...Y Ermesinda será de esas madres apasionadas que
seguirá a su hijo a todas partes, hasta el patíbulo si fuera necesario, todo su
amor le parecerá poco
para hacerle olvidar
a Ezequiel el tormento que su loca pasión le causó durante treinta y dos años.
“Adiós”.
* * *
¡A cuántas
consideraciones se presta la anterior comunicación!
¡Cuán cierto es que
engañan las apariencias! De cien veces, noventa y nueve juzgamos
erróneamente.
¡Cuán equivocados son
generalmente nuestros juicios, dado que siempre estamos dispuestos
a aumentar la culpa
de los otros y a disminuir se es posible la nuestra!
¡Cuánto peca nuestro
pensamiento! Si con la intención basta, como dicen algunos creyentes,
por nuestras malas
intenciones somos la mayoría de los terrenales merecedores de cadena perpetua;
y en verdad que, como
la merecemos, la llevamos pendiente de nuestro cuello, al que rodea la argolla
de nuestros múltiples
defectos y sólo las comunicaciones de los Espíritus conseguirán a su debido
tiempo hacernos
reflexionar sobre nuestra pequeñez.
¡Bendito sea el
Espiritismo! ¡Benditas sean las comunicaciones de los Espíritus, porque por
ellas se redimirán
los pueblos!